Opinion

A LOS VIEJOS SE NOS RESPETA

Por: Lizardo Figueroa

Reconociendo y agradecido por mil detalles de aprecio recibidos de mis seres queridos, amigos y conocidos, he de decir que en general como colombiano, al cúmulo de sinsabores que a diario nos entregan diferentes actores del devenir de la nación, cargados con pócimas de odio, mentiras, cizaña y violencia, adobados por ciertos medios, como escándalos por la secular ratería que saca tajada de la hacienda pública y que generalmente queda en la impunidad, se suman fenómenos de maltrato, desconocimiento y atropello hacia la llamada «tercera edad», la de los mayores de 60 años, quienes para el común de la gente poca cosa representamos.

Con las excepciones de rigor, al viejo suele mirársele con desdén, compasión y hasta repulsa, cuando además como una pesada carga que propios y extraños deben lidiar.

Patético ejemplo de ninguneo tuvieron que padecer los viejos en la tragedia del Covid 19, lo cual mereció sentidos reclamos de importantes personalidades de la vida pública, quienes literalmente se sintieron relegados al cuarto de San Alejo de sus propias casas.

Entre las protuberantes falencias que acusa hoy nuestro sistema educativo, está la de no formar en la valoración, reconocimiento y respeto a los mayores.

En la cotidianidad del desenvolvimiento social de nuestros viejos se desconocen olímpicamente sus derechos contemplados en la profusa legislación al respecto, que como es costumbre, se queda en letra muerta. Estando ya en la franja del sexto piso hacia arriba, se percibe a veces y en carne propia la dura realidad del maltrato recibido de tantos granujas despistados.

En defensa de mi dignidad, que se resiste a envejecer, me he propuesto literalmente enfrentarme al mundo, en la mira de hacer respetar mis derechos de senectud que son los mismos de mis contemporáneos, en asuntos, sitios y circunstancias de nuestro personal desenvolvimiento como urbícolas que somos, a pesar de los riesgos y peligros que pueda granjearme a saber:

Exigiré tratamiento preferencial en las diligencias de bancos, oficinas y dependencias; no haré filas agotadoras.

Exigiré atención preferencial en las citas médicas, entrega de medicamentos y eventualmente hospitalización y procedimientos clínicos.

Exigiré asiento en los buses de servicio público.

Exigiré respuestas prontas y oportunas a mis inquietudes ante funcionarios públicos y privados.

No toleraré exceso de decibeles en los ruidos de la casa ni de los vecinos.

Como peatón, exigiré poder circular por la derecha de los andenes, que a propósito, son ejemplo de la anarquía excluyente que nos delata subdesarrollados, pues cada dueño de casa resolvió construir su andén como se le antojó y en todo caso con la altura, inclinación, etc. bien diferente a las residencias vecinas, convirtiéndolas en trampas y talanqueras para peatones viejos, niños, embarazadas y limitados físicos.

Cruzaré la calle por la cebra en el tiempo indicado del semáforo, pero a mi razonable ritmo.

Valoraré y exigiré información veraz y clara en la información que solicite.

Exigiré absoluta honestidad en los asuntos de dinero; en mis compras no toleraré mala calidad, menos cantidad de la solicitada, menos vueltas, billetes falsos ni rotos.

Usaré mi bordón para caminar, pero incluso para defenderme de algún bribón.

No abandonaré la antigua costumbre de saludar, legado de crianza; si bien para nadie es obligación saludarme, no toleraré que no se me responda el saludo y lo haré notar.

Mientras pueda, seguiré reivindicando la honestidad y reprocharé a los malvados que envilecen mi patria.

Si veo que puedo ser atropellado en mis derechos al buen nombre con señalamientos inmerecidos, ultrajes o mentiras, exigiré radicalmente lo que corresponda.

Es tiempo que, como abuelos, se respeten nuestras preferencias, gustos, espacios, tiempos y pasatiempos.

Mientras nos podamos mover, no permitiremos que nos consideren minusválidos; sin embargo, en lo personal procuraré aliviarles el pesado piano que represento para mis seres queridos y aceptaré la mano amiga que me auxilie si lo requiero.

Nuestras canas, experiencia y recorrido en el camino de la vida, debe ser reconocida.

Amamos hasta el sacrificio, luego tenemos derecho a ser amados.

Laboralmente aportamos a la patria desde donde Dios nos ubicó, por lo cual esperamos ser retribuidos al menos con ciertas manifestaciones de cortesía.

Con este manifiesto sincero, estrambótico y hasta ridículo para algunos, me ganaré con sobrados méritos, el honroso título de viejo cascarrabias; no importa ¡a los viejos se nos respeta!

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