Opinion

CADA DÍA POR LA CARRETERA

♪ Cada día por la carretera, noche, madrugada entera… ♪ cantaba el gran Roberto Carlos a estos héroes anónimos que nos traen el alimento casi hasta la mesa y pasean los sueños e ilusiones de su familia a bordo de un camión, con la foto de su amada o sus hijos pegada al tablero de instrumentos en medio de una angustiante soledad.

Me gustaba escuchar particularmente esa canción en algunas ocasiones en las cuales nos quedábamos solos con mi madre en algún año nuevo. Me subía a la azotea de mi casa, cayendo la noche, cervecita en mano, me prendía un cigarrillo y comenzaba a mirar desde allí los autos que raudos pasaban a celebrar la fecha en casita con la familia. Obvio, entre esos vehículos estaban los camiones. Por el esfuerzo de los motores al arrancar de un semáforo, uno se daba cuenta de si iban cargados o no.

El que iba descargado –pensaba yo– acababa de terminar su recorrido y su conductor estaría soñando con el abrazo de su esposa, de sus hijos, de sus padres, quienes con el alma en vilo saltaban de la alegría cuando escuchaban a lo lejos la bocina de un camión. Cuando verificaban que era el camión de papá, los niños literalmente se chiflaban de la dicha esperando el regalo, el abrazo, el beso… la compañía después de semanas de dura ausencia.

Por el contrario, a quienes con el camión cargado agarraba el año nuevo fuera de la casa, merecían parte de mis respetos y hasta suspiros. Lo sé de primera mano porque crecí en amistad con una familia cuyo padre era camionero: El inigualable, diestro y maestro del volante Mario Vega Porras, quien andaba dentro del camión literalmente con un mico al hombro, “Pirulo”, con la pequeña perrita Biyú, o el enorme Daktari, un gigantesco perro de mirada tierna pero que metía miedo. Su hijo, mi amigo del alma Mario Enrique, a quien cariñosamente apodábamos “Meñi”, me dejaba mis “gomiadas” y me enseñó algunos trucos en la recién comprada volqueta Dodge 600 del Municipio de Paz de Río. ¡Ah, tiempos aquellos!

Antes de la volqueta, cuando “el cucho” Mario tenía que viajar transportando su carga por toda Colombia, sus ausencias hacían más placentera las llegadas para sus hijos y esposa, doña Blanquita, cada vez que su carta de navegación lo acercaba a Duitama o Sogamoso. Entonces aprovechaba la circunstancia para pegarse la descolgadita hasta Paz de Río en su enorme camión Mack y ver a sus hijos Omar, Clara, Naydú, Enrique, y el menor, Antonio, a quien llamábamos “Tuca” y al igual que Meñi, siguió los pasos de su padre hasta graduarse en las 18 ruedas.

Valga decir que siempre me gustaron los camiones, su ambiente, su sonido, su potente freno de motor, el enredo del multiplicador, del bajo y del muñeco, devolver los cambios… una locura. Tan locura es, que tengo un simulador para camiones con todos los ruidos y juguetes, incluida la palanca de cambios Eaton Fuller de 18 cambios que también hace las delicias de don Arturo, excelente persona, que me repara la lavadora y que fue camionero y recrea sus pretéritos tiempos recordando el oficio en el simulador.

Lo anterior son sólo recuerdos y un pasatiempo mío. Vamos a la realidad. El camionero, solo en la carretera, como cantaba Roberto Carlos, tiene que enfrentarse al clima, diurno y nocturno, derrumbes, la inseguridad, la soledad, al cansancio de interminables horas de rutina, de trabajo sin horas extras, en algunos casos sin seguridad social, a dormir donde le coja la noche, a comer en sitios como para desenguayabar pero que, convertido en hábito lo enferma y junto con el estrés, si no tienen servicio médico lo mata y en ese caso, ¿la familia?

El trajín de un conductor es tan bravo, tan estresante que, recuerdo alguna vez que viajé hasta Sogamoso con mi amigo Eduardo Torres, “Power” a bordo de un bus de la empresa Los Libertadores por allá en los años 90 y pico. Él, mientras conducía el gigantesco bus, me contaba que ya había ido a Bogotá dos veces en el mismo día y esperaba regresar a compartir con su esposa Aireth. Cuando estaban descendiendo los últimos pasajeros y nos íbamos a tomar un café, se acercó una despachadora y le dijo: -Don Eduardo le toca devolverse ya para Bogotá porque fulanito de tal no puede hacer el recorrido. Se dañó el tinto con Eduardo y a Eduardo se le daño el rato en familia. Son malos pensamientos míos, pero creo que fue por la misma platica.

Todos de niños queremos ser policías, bomberos o camioneros. Recuerdo cuando mi padre, “Don Grabiel” me mandaba en Paz de Río a comprar la carne. Yo arrancaba en primera, pasaba a segunda y daba tremendos cabrillazos a toda mecha esquivando obstáculos con un plato de lata que me daban para traer la carnita. De vez en cuando me tocaba llegar a lavar la carne porque en alguna curva, el exceso de velocidad me ganaba y mi cargamento iba a parar a la mitad de la calle.

Ahora que no soy tan niño, admiro cada vez más a estos solitarios héroes que se juegan su vida detrás de un volante ajeno y que son los que verdaderamente llevan la comida a nuestra mesa y enormes ganancias a los grandes pulpos que tienen 20, 50 o 1.500 tractomulas. Celebro que el asunto del paro haya terminado con una reflexión acerca de las condiciones laborales de estas personas que tienen uno o dos camiones o ninguno, pero lo manejan y para quienes ya era hora de que el país dirigiera su mirada. Desde Sogamoso, un abrazo para estos héroes solitarios que sólo pueden abrazar a sus seres queridos cuando la carretera lo permite. Para ellos, aplausos de pie y me quito el sombrero.

Por Rafael Mejía

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