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La sentencia que obliga a Miguel Polo Polo a disculparse con las Madres de los Falsos Positivos no solo reivindica la dignidad de las víctimas; también expone la degradación de un Congreso que ha convertido la política en espectáculo, el debate en ruido y la representación en farsa.

La Corte Constitucional ha emitido un fallo que va más allá del caso particular. Al ordenar al representante Miguel Polo Polo pedir disculpas públicas a las Madres de los Falsos Positivos (MAFAPO), el alto tribunal no solo protege la honra y la dignidad de las víctimas; también fija un límite moral al ejercicio irresponsable del poder.

En noviembre de 2024, Polo Polo retiró y desechó una instalación artística en homenaje a las víctimas de ejecuciones extrajudiciales, reduciendo un acto de memoria a un gesto de burla. La Corte lo recordó ahora: la libertad de expresión no ampara la revictimización ni el desprecio por el dolor ajeno.

El episodio retrata con crudeza el clima político actual. Lo que antes exigía preparación, ética y vocación de servicio hoy se ha convertido en un escenario para el ruido mediático. La irrupción de figuras que confunden liderazgo con tendencia digital, y que reducen la deliberación a insultos o provocaciones, ha vaciado de contenido a una institución que debería ser el cerebro deliberativo de la Nación.

Casos como el de Polo Polo o el del senador JP Hernández —influencers devenidos en legisladores— muestran el síntoma de una cultura política que premia la visibilidad por encima de la solvencia. En el actual Congreso, más de cuarenta parlamentarios carecen de título universitario y muchos no poseen experiencia pública alguna. No se trata de academicismo, sino de idoneidad: quienes redactan leyes y deciden presupuestos deberían, al menos, entender la magnitud de lo que firman.

A esta precariedad se suma la banalización del trabajo legislativo. Proyectos de ley de verdadero interés social —en salud, educación, trabajo y justicia— terminan archivados sin debate, sepultados por el ausentismo o por la presión de intereses particulares. Mientras tanto, se impulsan iniciativas irrelevantes que garantizan minutos de prensa, sin impacto alguno en la vida de los ciudadanos. La ignorancia, en muchos casos, se ha vuelto funcional al poder: un Congreso distraído es el mejor aliado del statu quo.

En paralelo, la derecha parlamentaria ha hecho de la retórica incendiaria su principal instrumento. Discursos plagados de medias verdades, frases de odio o mensajes sacados de contexto han sustituido el argumento razonado por el grito. El cálculo político ha reemplazado la conciencia pública: se busca el aplauso, no la solución. Así, el Congreso se vuelve un campo de batalla simbólica donde lo urgente se posterga y lo importante se olvida.

El fallo de la Corte Constitucional recuerda que el poder implica responsabilidad, pero también revela un síntoma más profundo: la política ha perdido su vocación de servicio. Entre la banalidad, el ausentismo y el cinismo, el Congreso parece haber olvidado que legislar no es entretener, sino transformar. Recuperar esa conciencia —y con ella, la dignidad del debate— es el reto moral más urgente de la democracia colombiana en las próximas elecciones.

Este artículo fue redactado con la asistencia de herramientas de inteligencia artificial, revisado y editado por el equipo de redacción de Boyacávisible»

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