Opinion

EL HÁBITO HACIENDO AL MONJE

Por Lizardo Figueroa

Puede resultar atrevida y políticamente incorrecta la opinión que titula esta columna.

Ciertamente todo evoluciona con el tiempo; ya lo afirmaba hace siglos el pensador Heráclito de Éfeso: «todo deviene, nada permanece estático». Cambian las costumbres, los hábitos, los modos de vivir, las relaciones interpersonales, ciertas valoraciones de la vida, en fin.

Precisamente, por estos días el Papa León sacude al mundo católico al cuestionar ciertos ritos y modos de comportamiento de los fieles, en el horizonte de que la Iglesia se ponga a tono con los nuevos tiempos, sin tocar, eso sí, la fe y respetando las creencias que se profesan en el libre albedrío que a cada cual corresponde.

Estamos en una época, en que prima, digamos, la «informalidad», lo «casual», la libertad y el respeto que corresponde para quien se vista como bien le parezca, siempre y cuando no contravenga la moral pública.

Dicho lo anterior, cabe decir de igual modo, que si bien «el hábito no hace al monje» vale aquello de que «no basta serlo, sino parecerlo» y en esto cuenta la forma de expresarse, de escribir, de interactuar con los demás e incluso, la forma de vestir.

Sobre la presentación personal, habría que recordar cómo se vestían algunos profesionales privados o servidores públicos; por ejemplo, los médicos, abogados, burócratas de alto nivel y profesores; la palabra impecables los distinguía; literalmente de pies a cabeza; consideraban las damas y caballeros que sus dignidades ante la sociedad les exigía extremo cuidado en su apariencia, dada la majestad de su cargo.

Hoy muchos consideran irrelevante la cáscara como importante la nuez.

Sin embargo, permanece la costumbre del vestido con corbata, fina camisa y brillante calzado en el oficio de los abogados; resulta inadecuado para un profesional del Derecho, desde el profesional litigante hasta la alta magistratura, asistir a una audiencia en jeans y tenis.

Cuántos mayores ya, recordamos en nuestra época de estudiantes años ha, a algunos de nuestros profesores cuya estampa inspiraba respeto, su forma de expresarse, de escribir, su orden, disciplina y autoridad, etc. eran parte de la educación que asimilábamos, sin ser parte de la cátedra.

Casos se dan en la actualidad, que hasta a misa algunos asisten en sudadera o pantaloneta, sin que se sonrojen ni menos sean censurados.

Cambian las cosas, en la era de la cibernética, los viajes espaciales, la velocidad de vértigo, las armas nucleares y las guerras, los trasplantes de médula espinal, los astros deportivos y la inteligencia artificial.

Entraron en desuso los buenos modales de antaño, la apariencia física, la ortografía, la ética, particularmente en el manejo del dinero público, la solidaridad, fraternidad, la compasión, la cortesía y hasta el más mínimo gesto humano como saludar y contestar el saludo.

La urbanidad del profesor Antonio Carreño, con la cual se educaron generaciones, desapareció en los colegios y hogares; no aparece en los radares electrónicos ni en la cabeza de las generaciones del siglo XXI en Colombia.

A pesar del paso de los almanaques, increíblemente cobra vigencia patética el viejo tango de Enrique Santos Discépolo: «Cambalache».

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