MÁS SABE EL DIABLO…

Por: Rafael Antonio Mejía Afanador
Dedicado a todos los bachilleres que se recibieron sus resultados de la prueba Saber 11° el pasado 10 de octubre (y a los que están por recibirlo).
No imaginaba yo que ese hermoso palacio acabaría cuatro años después reducido a polvo y cenizas.
Corría el año de 1981 y estaba recién desempacado en Bogotá, directo desde Paz de Río, oliendo todavía a pueblo y contemplaba con ojos bien abiertos esa espectacular Plaza de Bolívar con sus majestuosas construcciones, el Palacio de Justicia, el Palacio Liévano, el Capitolio Nacional y la Catedral Primada.
Todos los días recorría ese tramo a pie desde la carrera décima hasta la quinta a estudiar Derecho, en la Universidad Autónoma, a dos cuadras de la plaza, en la carrera quinta con calle 11. Mis queridos tíos Herminia y Pedro Mejía me tuvieron que soportar por algún tiempo en su hogar. La verdad, no me fue nada mal con los primos Ernesto, Salas, Aura Ligia y Óscar Darío. Da como para otro escrito.
Recordaba las palabras de algún profesor de bachillerato cuyo nombre se evaporó dentro de mi cabeza, que en tono muy serio y muy majo nos decía: “Cuando ustedes salgan bachilleres… hagan de cuenta que los agarran de los hombros y los ponen en un planeta desconocido… aguarden tantico”. Pues aguardé tantico y sí, de pronto estaba yo en ese planeta desconocido. No sabía qué camino tomar. Por todos los lados aparecían y caían del cielo o brotaban de la tierra, como hongos, los senseis, gurús y demás consejeros –que nunca pierden– para alumbrarme el camino y empujarme hacia alguna decisión.
Como la orientación profesional desde esa época casi no existe, el bachiller colombiano queda, como diría Facundo Cabral, “ni de aquí ni de allá”. Les da ansiedad, no se los aguanta ni los calzones de ellos, en la casa se vuelven ‘una mamera’ y a muchos les da angustia, desasosiego, gadejo y les entra “la depre”.
Imagínense, comencé mi vida laboral en el Banco de Colombia de Tunja, en calidad de mensajero. Como el salario de un mensajero no daba para andar en buseta, pues me tocaba vérmelas con las empinadas calles, que tienen unas subidas como para ir a entregarle un mensaje a San Pedro.
Organizaba muy bien mi salida para que no me tocara estar dando vueltas inútiles y dejaba al final la salida hacia el norte. Lo chévere es que todo era en bajada, pero de regreso, como no tenía para la buseta, me tocaba echar chancleta desde la glorieta hasta la Plazoleta de San Francisco que es donde queda el banco. Obvio, llegaba literalmente con la lengua afuera y con los zapatos a punto de salir corriendo solos. Tal vez en esas infames patoneadas se inspiró el Tuerto López para escribir su célebre poema a los chocatos.
De vez en cuando, y con mi pobre lengua afuera, reseca y tostada, me encontraba con algún antiguo compañero de grado undécimo y lógico, el inevitable tinto y la inevitable, cruel, incómoda, inquisidora y estremecedora pregunta: “¿y usted qué anda haciendo?” Yo trataba de hacerme el pendejo (aún lo soy) y hacía todo lo posible por hacerle ver al amigo que mi situación era transitoria. A veces hasta yo mismo me lo creía, pero veía que el tiempo pasaba, pasaba y nada: la situación transitoria se iba tornando inexorablemente permanente.
Así que arranqué para Bogotá, pero por cosas del destino y, creo yo, de las malas decisiones y los consejos de algunos amigos, me retiré de la Autónoma y terminé manejando un taxi de mi padre en Tunja. De abogado a taxista, qué bien… No me quejo mucho de la vida de taxista, pero ese definitivamente no era el proyecto de vida que había soñado para mí.
Como el tiempo va pasando y la bola va rodando, me tocó con mucha pena dejar la majadería y hacer a un lado las orientaciones de quienes no podían estar dentro de mis viejos y cansados zapatos, y de los sabiondos que creen que con un consejito y una palmadita en la espalda todo queda solucionado.
Me paré frente al espejo y puse en su sitio al personaje que allí aparecía: ¡Bueno, idiota! usted… académicamente, ¿Cómo para qué es bueno? ¿En qué le gustaría desempeñarse? ¿Se va a quedar manejando un taxi ajeno toda la vida? ¿Les va a seguir haciendo caso a sus amigotes? ¿Qué es lo que quiere realmente en su vida? ¿Quiere un buen empleo, una buena vida, una buena familia? Pues pellízquese, hermano, sacrifíquese, estudie… Y me tocó pellizcarme.
Es muy fácil embarcarse en un proyecto de vida o un sueño que no nos convenga. Muchos, con aires de búho, alegremente recomiendan: “estudia lo que te haga feliz, lo que te haga sentir pleno, que colme tus sueños”. No lo discuto: si amas tu proyecto de vida y éste te da de comer y una vida digna, pues dale sin miedo.
Alguna vez el caricaturista Vladdo contaba en una entrevista que desde siempre le había gustado dibujar y contó: “Una vez la tía Cristina me vio dibujando y me dijo: –¿Y usted cree que se puede vivir a punta de dibujar mamarrachos? Cuando publiqué mi primer libro de caricaturas le regalé uno autografiado: para que veas que sí se puede vivir a punta de mamarrachos”.El quid del asunto es que toca ser pragmáticos o si no nos quedamos soñando con los pies a dos metros de la tierra y dese ahí el totazo es duro. Hay que soñar, obvio, pero con los pies firmes en la tierra.
Entonces, si tu proyecto de vida no te da para comer, pagar servicios y sostener una familia pues te toca, querido bachiller, apuntarte, mientras tanto, a estudiar algo que te dé de comer, pagar servicios, sostener una familia y después regresar por tu sueño. Qué rico poder hacer lo que a uno le gusta y encima de todo le paguen. Es lo ideal, alguien decía, “si amas tu trabajo, no tendrás trabajo” pero mientras llega lo ideal, tienes que comer y pagar servicios porque esos no se pagan solos. Te lo digo yo que ya pasé por todas esas. Recuerda, más sabe el diablo por viejo que por diablo.
PREGUNTA CHIMBA: ¿No creen que el Nobel de paz a María Corina Machado es como si le hubieran dado el de medicina al Indio amazónico?