No se haga el loco, Enrique

Opinion

Por: Rafael Mejía A.

Si mal no estoy, corría el año de 1970 y en el municipio de Paz de Río aún la gente hablaba con tristeza y nostalgia de las vidas perdidas en la avalancha del 63, una de tantas de la quebrada de La Chapa, allí donde el hombre está todavía, a estas alturas, hurgando en sus entrañas para sacar el carbón, que ha sido, junto con el hierro parte de la pinta de algunos de sus pobladores: Caras negras de carbón que contrastaban con las calles rojas por el hierro. Tal vez por eso, el protagonista de esta historia, en uno de sus delirios, le dio por cambiar la bandera por una roja y negra. Hasta la volqueta que recolectaba la basura era de colores rojo y negro. Malas lenguas decían que era por lo del ELN, grupo con el cual tuvo serios devaneos.

Volviendo a los mineros, estos Rudecindos pasaban por el parque terminando turno para darse un baño y sacudirse ese cisco que se impregnaba fuertemente en la piel, al igual que la ambición del ser humano, para arrancarle a la tierra hasta el último mendrugo de riqueza.

Por esas fechas, Paz de Río era un pueblo que comenzaba a descollar en cuestiones de minería y sus calles polvorientas en verano, convertidas durante el invierno en inmensos lodazales eran un verdadero calvario para quienes transitaban por ellas, pero también las delicias de los niños que armábamos verdaderas batallas navales y carreras de botes hechos con palitos de paletas perfectamente etiquetados con nuestros nombres.

Su cercanía con dos ríos que forman un delta en donde se separan Paz de Río y Santa Teresa, hacen que cada vez que truena, la gente se eche bendiciones porque si con un solo río muchos pueblos ribereños se inundan, imagínense con dos. Ese delta, desde donde el Soapaga entra al corazón del Chicamocha, en esos tiempos era bastante extraño pues la Acería tenía una planta lavadora de carbón y cuando se juntaban los dos caudales, la imponente corriente comenzaba a viajar, la parte izquierda con aguas negras y la derecha, amarillas. Contaban los más viejos que se podían sacar pescaditos en los dos ríos. No sé de qué especie pudieron haber sido, pero sea la que fuere ya no existen. Ahora lo único que se puede pescar es una infección.

Desde el aire parecen dos Paz de Ríos: Paz de Río -centro, donde vivían los mineros, obreros y habitantes que no dependíamos directamente de la empresa, Santa Teresa abajo donde la pasaban chévere los empleados de oficina y Santa Teresa arriba donde habitaban los ingenieros y personal de más caché. Hasta ese momento no se habían inventado los estratos, pero ya se notaban.  

El Chicamocha contenía algo de agua en toda esa contaminación que arrastraba. Aun así, nos arriesgábamos a armar paseo de olla en dos balnearios naturales llamados El reposo y La picachuda. Ésta última era la más popular. Allá llegábamos hasta con el perro, con la olla, las panelas, el pick up (tornamesa de pilas que curiosamente funcionaba sólo con Los terrícolas. Pasteles verdes, Yaco Monti, Camilo Sesto y Roberto Carlos) … y ¡al agua patos!

Por el otro lado, en el Soapaga, de aguas cristalinas y más o menos una buena pesca también armábamos paseo de olla a La playa, y después una cervecita donde don Tobías Martínez, el “gobernador de Concentra”, corregimiento cercano al pueblo cuyo verdadero nombre era Concentración. No sé a quién se le ocurriría ese nombre que nada tiene de creativo o poético.

En 1973, Enrique Mejía llegó procedente, si la memoria no me traiciona, de Chiquinquirá. No venía precisamente de pagar una promesa sino de ser en esa tierra promesera el señor Alcalde, con mayúscula, porque era que esos alcaldes de antes sí llegaban al puesto con los calzones bien amarrados y a hacer lo que tenían que hacer.

Los parientes lo llamábamos, sin que él supiera, “El loco Enrique” porque a sus excentricidades había que añadirle los ataques de autoridad condimentados con un vozarrón que ponía a temblar del susto al mismo satanás. Tal vez por sus coqueteos con los elenos llamaba a todos los paisanos, “compañero”.

La original forma de lanzar sus requerimientos era a través de dos cornetas de bazar anudadas a una enorme palmera al frente de la casa de Leopoldo Albarracín, tan grande que cuando el Loco Guillermo Moreno la derribó con la ruidosa grúa G.M.C. de Acerías, atándole una gruesa guaya, el estruendo que hizo esa cosa al caer fue espantoso y el temblor que produjo bien pudo quedar registrado en un sismógrafo.

En esas cornetas sonaban 20 o 30 segundos de la canción Llévame contigo, de Claudia de Colombia o Cielo rojo de Carmenza Duque. A continuación, soplaba el micrófono Enrique y se dirigía a los ciudadanos para citar a algún parroquiano al despacho, dar a conocer algún decreto, a amenazar lo que pasaría si no lo cumplían o a pegarle alguna vaciada a alguien.

De esto último puede dar fe mi amigazo Jorge, el Kuki, Cortés a quien le mandó bajar las patas del espaldar de una de las sillas del parque porque, según entiendo, “eso es para poner el culo y no las patas”. Con la discreción de los parlantes y el vozarrón de Enrique, el vaciadón bien pudo haber sido escuchado en Socha.

A propósito de esta población, allí vio sus primeras luces un hermoso niño a quien le pusieron un nada atractivo nombre: Fructuoso Eleuterio, empresario del transporte terrestre que terminó, por vainas de la plata, como representante a la cámara. En sus comienzos don Fruto, como lo llamaban, era muy generoso y amiguero, y me atrevería a decir yo, que lo siguió siendo durante toda su vida. Su desprendimiento por la plata hizo que una buena parte de Paz de Río fuera pavimentada con bultos de cemento arrancados a las malas a punta de multas por cada tiro al aire que los habitantes con media de guaro en la cabeza hicieran. Los comunes, si tenían para comprar balas, no les alcanzaba para la multa. ¿Pero don Fruto? Ése sí tenía para ambas vainas y retaba a la autoridad diciendo “pues lleve la cuenta porque voy a echar otro plomazo.” Y así entre plomazo y plomazo, el loco Enrique, con el dinero de don Fruto y de otros azotes del oeste logró pavimentar gran parte del pueblo y arreglar las parcelas del parque.

La mano de obra para mantener esas parcelas corría por cuenta de los muchachos que capaban colegio o anduvieran callejeando después de algún toque de queda que Enrique se inventara. Para eso era el alcalde, ¿no? Fueron muchos los chicos que tuvieron que ser vergonzosamente recogidos por sus papás, posterior a la boleteada por los parlantes de la palmera, lavados con manguera después de su obligado e inesperado jornal. Me pica la lengua como para dar nombres, pero mejor me aguanto para que no queden expuestos por segunda vez.

A las seis de la mañana su potente vozarrón, que contrastaba con la dulzura de la voz de Claudia de Colombia o Carmenza Duque, se escuchaba para anunciar los precios de la carne. El hombre se levantaba ¡desde las 4:00 de la mañana! para inspeccionar personalmente el degüello. “Atención, estos son los precios de la carne para el día de hoy –tronaba Enrique— carne de primera donde Eusebio Mejía, carne de segunda donde Alfredo Acosta y carne de tercera donde Donato Pérez”, y de malas agrego yo, ya que está tan de moda: la decisión no tenía apelación.

A a las ocho de la mañana, si el frente de las casas no estaba perfectamente barrido, sus residentes se hacían acreedores a una onerosa multa, previa boleteada hasta Socha por el indiscreto parlante. No sobra decir que la multa en efectivo podía ser conmutada por bultos de cemento. Le sacó multa hasta a don Puno Mejía, el papá del cura Paco, diácono por entonces. No valieron los ruegos de doña Rosita: a pagar multa como cualquier mortal, sin importar asuntos de parentesco.

“El ejemplo entra por casa, Rosita”, volvió a tronar Enrique. Nada qué hacer. El hombre podría tener todos los defectos que uno quiera, pero eso sí, tenía en su sitio los pantalones.

No estoy seguro de si son mejores los alcaldes de hace 35 años o los de ahora. Lo cierto es que, si los de hoy se llamaran como el de esta historia, yo les diría: No se haga el loco, Enrique.

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