LA CRIANZA OLVIDADA
Por Lizardo Figueroa
Las noticias que dan cuenta de la muerte prematura de jóvenes por causas violentas golpean el alma, no solo de sus familias, sino de la sociedad colombiana en general.
Esta realidad de espanto debiera ser preocupación y urgencia de las entidades cuya misión es propender por el cuidado e integridad de los muchachos, justo en este tiempo cuando ellos se levantan rodeados de tanta gente en sus distintos escenarios, pero a la vez íngrimos en el mundo; sus entornos suelen ser complejos y riesgosos, empezando a veces por sus mismos hogares, barrios, comunas, colegios y la calle.
Aterran las estadísticas de homicidios y suicidios a temprana edad, apareciendo nuestro departamento entre las mayores frecuencias de estos casos.
El reciente y triste evento de un joven en Bogotá, difundido ampliamente por los medios, es un ejemplo de lo que no debiera ocurrir nunca.
Desde siempre hemos estado expuestos a todos los peligros, en donde ciertamente la vida pende de un hilo; el absurdo de un accidente con armas letales puede terminar en lo peor.
La actual generación crece en un momento de la historia muy difícil, en donde los jóvenes deben sortear circunstancias saturadas de desafíos y riesgos de todo orden y no siempre teniendo las herramientas y presupuestos básicos y suficientes para superarlos; nunca como ahora la semántica del término adolescencia (adolescere) cobra tanto sentido.
En nuestro medio, años ha, los papás y abuelos nos criaron a la luz de sus valores y costumbres; las reglas de comportamiento no las establecían los psicólogos, la ciencia ni las leyes; a los mayores les bastaba el sentido común y la axiología de la responsabilidad, la honestidad, el respeto, la decencia, el valor de la palabra empeñada, el amor y servicio al prójimo.
Nuestros taitas establecían los límites que debían observarse y acatarse sin chistar, en el hogar y en cualquier parte, siendo la escuela complementaria de la tarea formativa utilizando estrategias y elementos algo rústicos y simples, pero vaya si les resultaban útiles como efectivos en la educación de la prole: además del duro reproche (entiéndase ‘vaciada’ de padre y señor mío) el papá invariablemente usaba la correa, la mamá la palmada, la chancla o el palo de la escoba y la maestra la varita de rosa.
Todavía me duele el cuatro letras por los zurriagazos que me daban mis viejos y maestros que hoy bendigo agradecido y que están en el Cielo, cuando no hacía caso, incumplía las órdenes, no presentaba la tarea, levantaba la voz o rezongaba y otras travesuras de niño o ya jayán.
Esa era la «medicina para afinar» como decían, en la noble y responsable intención paternal de evitarnos a futuro las afrentas, «pisar cabildo», la cárcel o el temprano cementerio.
Así era la crianza en tiempos idos.
Todo parece evidenciar que en la era de la cibernética, de la virtualidad, de la colonización interplanetaria, del vértigo, de la aldea global, de las comunicaciones instantáneas, de la «Inteligencia Artificial» y de tanta maravilla que deslumbra a la humanidad del tercer milenio, en Colombia casi desapareció la antigua costumbre de la buena crianza, ya no, por supuesto, con el fuete, pero cuyas consecuencias hoy están a la vista.