El negocio del miedo: narcotráfico y poder en la antesala electoral

Colombia cierra la tercera semana de agosto con un nuevo repunte de violencia y un tablero político en reacomodo. En medio de atentados, discursos incendiarios y promesas de “orden y seguridad”, la pregunta de fondo es si el miedo vuelve a instalarse como estrategia electoral para pavimentar el regreso de los gobiernos más funcionales al narcotráfico.
Durante los últimos 28 años, la política antidrogas ha sido presentada como un emblema de los gobiernos de derecha, especialmente del uribismo. Sin embargo, las cifras oficiales revelan una realidad distinta: mientras los periodos de Álvaro Uribe y de Iván Duque alcanzaron picos de 200 toneladas en 2008–2009 y de 671 toneladas en 2022, el gobierno de Gustavo Petro rompió todos los registros con 739 toneladas en 2023 y 883 toneladas en 2024 (sumando las operaciones con cooperación internacional). Nunca antes se había incautado tanta droga como en estos dos primeros años de un gobierno de izquierda.
La interpretación es clara: lo que se debilitó no fue la interdicción, sino los pactos tácitos. Estos pactos no eran acuerdos firmados, sino silencios y complicidades históricas entre sectores del poder político, institucional o empresarial con las organizaciones del narcotráfico. En distintos momentos —desde las sospechas sobre la Aerocivil en los años ochenta hasta los vínculos revelados en la parapolítica— esas alianzas informales permitieron a los clanes criminales operar con relativa tranquilidad, aun cuando las cifras de incautación parecían mostrar lo contrario. En realidad, el problema central nunca fue la falta de operativos —porque siempre los hubo—, sino la existencia de acuerdos implícitos que limitaban hasta dónde se podía llegar. Al romperse o debilitarse esos pactos, el narcotráfico reacciona con violencia y miedo para presionar un cambio político que le devuelva aliados en el poder.
Hoy ya no hablamos de guerrillas insurgentes con proyectos políticos: lo que queda son bandas del narcotráfico que se refugian bajo viejas siglas, pero que funcionan como empresas criminales. Estas organizaciones, golpeadas por la incautación récord del actual gobierno, tienen un interés evidente en debilitar el modelo de “paz total” y en favorecer un retorno al orden anterior, donde los márgenes de impunidad eran mayores.
La historia reciente lo demuestra: cada vez que el país entra en etapa preelectoral, la violencia se dispara y el miedo se convierte en protagonista del debate público. En ese contexto, algunos precandidatos han vuelto a instalar en sus discursos la promesa de la “mano dura” como respuesta mágica al desorden, reforzando la idea de que solo desde el autoritarismo se puede recuperar la seguridad. Esa misma “mano dura” se convirtió en el pasado en la excusa perfecta para los mal llamados “falsos positivos”, donde cientos de jóvenes inocentes fueron presentados como bajas en combate con el único fin de inflar estadísticas y mostrar resultados militares a cualquier costo. El resultado suele ser el mismo: la sociedad, atemorizada, termina votando por quienes ofrecen castigo inmediato, aunque en el fondo se trate de fórmulas ya agotadas y funcionales a los intereses del narcotráfico. Hoy la pregunta es si Colombia será capaz de romper ese ciclo perverso. Los datos muestran que el actual gobierno ha enfrentado al narcotráfico con más resultados que cualquier administración anterior. Sin embargo, la estrategia del miedo —alimentada por atentados y discursos— amenaza con condicionar nuevamente el voto ciudadano. El reto no es solo capturar toneladas de cocaína: es impedir que la democracia siga secuestrada por la zozobra, convertida en mercancía electoral.