Opinion

Adiós a las armas

Por: Rafael Antonio Mejía Afanador

Jamás piensen que una guerra, por necesaria o justificada que parezca, deja de ser un crimen. Ernest Hemingway

Si Frederic Henry, uno de los protagonistas de la novela Adiós a las armas de Ernest Hemingway, hubiera vivido en Colombia, probablemente estaría aterrado de cómo esa encopetada y perfumada clase dirigente que ha enrumbado a nuestra patria hacia los irreversibles abismos de la guerra nunca prestó el servicio militar. Y tal vez su juvenil existencia no se hubiera desperdiciado anhelando ir a una guerra que le era esquiva; tal vez por eso terminó, en lugar de manejar armas, manejando una ambulancia en un frente de guerra en la Italia de la primera gran animalada del hombre con implicaciones mundiales. Bueno, a decir verdad, ni tan mundiales pues los europeos se sentían como si el mundo girara en torno a ellos. O mejor, como si ellos fueran el mundo.

Hemingway, a través de Frederick Henry vio de primera mano, en primera plana, en spotlight los horrores y la bestialidad de la guerra, esa guerra que para nuestros jóvenes campesinos y obreros no les es esquiva, porque la viven y la sienten no sólo en los frentes de batalla sino en la vida misma: es tradicional en nuestra aberrada sociedad ponerles a los soldados despectivos calificativos como “tombo” para denigrar no sólo del oficio de soldado sino para enrostrarle su humilde procedencia. Cuándo han visto ustedes al soldado Uribe, o al soldado Pastrana, Gaviria, Lafaurie, Samper y un corto etcétera. Ellos, los hijos de estos políticos con ínfulas de realeza, los hijos de los expresidentes, no han ido a un batallón sino a las fiestas de fin de año para llevarles a quienes sí arriesgan el pellejo palmaditas en la espalda, galletitas y torturarlos con un concierto de Marbelle.

Por esto es inconcebible que esa oligarquía parásita que está enquistada en el alma de hasta quienes sueñan con pertenecer a ella, haya torpedeado de manera miserable un proceso de paz que hubiera superado de una vez por todas una inútil guerra con las farc. Santos (otro oligarca) se la jugó y casi le resulta, como dijo Íngrid, “perfecta”. 

Casi, porque quienes se le atravesaron a la paz con la falacia de Venezuela o de la homosexualización de los niños y otras sandeces más, encontraron el terreno abundantemente abonado con arribismo, falta de empatía e ignorancia, mucha ignorancia para que esa semilla del mal germinara y diera rapidito sus frutos. Usted no lo va a creer, (como decía Alí Primera en Las casas de cartón)  pero hay ¡hasta profesores! que todavía circulan por WhatsApp la cadenita de la Ley Roy Barreras, engendro que salió en el 2016 con el infundio de que a los pensionados los obligarían a aportar entre el 7 y el 9% de su mesada para pagarles un salario a los guerrilleros desmovilizados después del proceso de paz. Háganme el favor.

Ahora, esa misma derecha, con la alcahuetería de los grandes medios, desempolvó nuevamente un proyecto de ley donde los colombianos ‘de bien’ tendrán todo el derecho de andar armados hasta la médula, con el argumento de la legítima defensa. Juan Carlos Wills, del partido… (adivinen: exacto, conservador), con la plana mayor del CD, sus Cabales, Palomas y demás yerbas incluidos, ojo, los provida, andan entusiasmados con la idea de que matándonos entre nosotros se acaba la delincuencia. 

Dios y patria, ponen en sus perfiles de redes sociales y no les molesta el mal ejemplo de los gringos, quienes con su segunda enmienda se matan en escuelas y universidades… y siguen sin aprender, irónico, ¿no?

Aquí, las figuras visibles del CD, con personajes de la estatura moral y académica del representante Polo Polo a la cabeza, pretenden armar a la autodenominada gente de bien y darles el derecho de matar a los agresores, previos exámenes psicológicos y psicotécnicos para poder portar armas. Si aplicaran rigurosamente los exámenes, seguramente el Patrón no tendría derecho ni a una pistola de agua.       

La degradación del ser humano cuando aprende a matar es irreversible. ¿Se les ha ocurrido reflexionar alguna vez en qué pensará un soldado entre combate y combate? ¿Pensará todo el tiempo sólo en liquidar a su enemigo, el otro campesino? ¿O pensará en si habrá futuro, si podrá algún día construir una familia, en alzar a su hijo, en tener una buena calidad de vida, en regalarle la soñada casa a la viejecita que se quedó llorando el día que se fue a prestarle sus servicios a la patria, en volver a ver a la novia que quedó en su vereda, en llegar a su terruño y arrancarle un preciado fruto para seguir viviendo? Tendríamos que estar en las botas de ese soldado, con la muerte respirándole en la nuca, con la angustia de sentir una explosión en la siguiente curva. Y, ¿realmente quisiéramos saberlo?    

Si Frederick Henry viviera en esta Colombia real e innegable, tal vez no conduciría una ambulancia sino estaría lidiando con sus propios demonios por haber sido testigo, encubridor o protagonista de un conflicto al que nunca quiso ir y de cargar con muertos ajenos. El coronel Nicolás Márquez Mejía, solía decirle a su nieto, el futuro premio Nobel: Tú no sabes lo que pesa un muerto. Nuestros soldados sí lo saben y ese Prudencio Aguilar lo podrían multiplicar por 6.402. 

Si Frederick viviera en la Colombia que soñamos, tal vez estaría de la mano de Catherine mirando sosegado hacia el infinito en una prístina playa del Pacífico, o en un feraz campo cafetero, en un mágico atardecer llanero o en un verde páramo colombiano con la firme convicción de decirle: adiós a las armas.   

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