Opinion

DE TREVOR A TORIBIO

Por: Rafael Antonio Mejía Afanador

Esta es la historia imaginaria de un héroe imaginario llamado Trevor Guataquí, quien soñaba algún día tener un auto de marca. Para eso se jodía trabajando de sol a sol. Como la venta de manillas y los negocios con el reciclaje definitivamente no eran lo suyo, se dedicó a emprender por otro lado. Aquí la historia tiene un hueco como para meter el elefante del expresidente Bojote. 

Lo cierto es que Trevor comenzó un paulatino ascenso en la escala social de su país y ya no era ‘el Trevor’ sino don Trevor. Cuando tuvo la oportunidad, se les pegó a unos primos que vivían en ‘la Yunai’, sacó su visa -cuando era más fácil- y se fue para la tierra de los monos ojiazules, que vienen aquí a descrestar niñas despistadas, donde llegó a ser Míster Guataquí.

Cómo son las vainas, cuando llegó por primera vez a Nueva York, se quedó boquiabierto un rato frente a la estatua de la libertad. Con los ahorritos que llevaba del sur, se compró un automóvil, porque gringo sin carro no es gringo. Y arrancó a lavar baños y a servir en restaurantes para poder mandarles remesas a sus familiares que, atónitos miraban como Trevor, quien antes de ser gringo se llamaba Toribio, estaba convertido en todo un gringo. 

–Es que eso de llamarse Toribio en el país del norte, pues no da caché ni estatus, ¿ves? Decía Toribio (perdón, don Trevor) para justificar su cambio de nombre y su recién estrenado cambio de estrato.             

Míster Guataquí lavó caca ajena y limpió lavaza gringa por mucho, mucho tiempo hasta que tuvo cómo pagarle a una mona ojiazul con apellido raro para que se casara con él y adquirir el estatus de ciudadano. Ya iba trepando a don Trevor, pero sabía que en el interior seguía viviendo el mismo Toribio.

Al contrario de los paisanos marimberos que se iban a la Yunai a que sus esposas parieran hijos gringos, nuestros Guataquíes que emigraron a vivir sabroso hicieron que sus hijos estudiaran y aprendieran inglés porque si uno no aprende inglés no es nadie. Si toca comer de la que sabemos… pues si es en inglés ¡qué carajos! 

Así que Toribio lo primero que hizo cuando se volvió gringo fue cambiarse el nombre. No importaba que sus parientes pobres de Latinoamérica no entendieran qué es un trevor, lo importante era que ahora sus familiares tenían un pariente gringo que hablaba enredado y, sobre todo, que mandaba una remesa para sobreaguar las necesidades aquí, al otro lado del hueco. Si Toribio hablaba inglés o hablaba paja, no importaba, lo importante era la remesa.        

Algunos de estos paisanos, latinos de pura cepa, se dedicaron a oficios varios, desde vendedores de autos hasta meseros, niñeras y empleados domésticos. Muchos de ellos alcanzaron el sueño americano, dentro de ellos 61 que lograron escalar nada menos que hasta el congreso de EEUU. Muy loable: 43 de ellos están representando los intereses demócratas y 18 los republicanos.

Éstos no corrieron la suerte de Toribio, que siguió siendo Toribio. No. Éstos lograron lo que le endulzó el oído a Toribio: el sueño americano. Pero para algunos fue un sueño profundo porque olvidaron sus raíces, su identidad y se quisieron asimilar a algo que nunca serán: gringos. Por eso tratan a como dé lugar de anglificar su nombre para que no parezca de su lugar de origen. Por ejemplo, mi humilde tocayo Rafael Cruz ahora es el senador ‘Ted’ Cruz; el simpatiquísimo y cachaquísimo Bernardo Moreno es el también senador ‘Bernie’ Moreno. Lo del nombre es lo de menos porque moreno siempre será y nadie le va a quitar su bailao. 

Allá si sus majestades se avergüenzan de sus antepasados. Cómo les parece -a manera de ejemplo- que según la novela El principio del mundo, del escritor peruano Jeremías Gamboa Cárdenas, para un peruano, el mejor elogio que pueden decirle es que no parece peruano. “El peruano es orgulloso de algunas cosas como la comida, pero en el fondo ha creado una autoestima sobre la base de no parecer peruano.” ¿Les suena a algo? 

Estos Bernies, Teds y demás aspirantes a tener ADN gringo no tienen inconveniente en recomendar, patrocinar y desear que su majestad Donaltrón nos amenace, nos regañe, nos invada y nos imponga sanciones unilaterales como a menores de edad. Obvio, todo esto con el aplauso babeante de algunos Toribios colombianos que se creen Trévores y que no dudarían un segundo en envenenar el agua del único pozo.  

Lo tenaz es que esta gente a la que la vida les sonrió en tierra extraña y tienen cómo mover socialmente a su familia, sean los que más se ensañan con sus países de origen, nos lanzan vainazos, mala leche, intrigas y envidia. Como si una bomba lanzada por el emperador se hiciera para un ladito para no perjudicar a cierto sector de nuestra nación.

Y el pobre Trevor, con la estatua de la libertad al fondo, amenazando con cascarle, anda ahora apretando nalgas cada vez que ve un ICE (Servicio de Inmigración y Control de Aduanas, por sus siglas en el idioma del emperador) y rogando angustiado porque no le quiten su estatus de Trevor y lo regresen de un coscorrón a su antigua vida de Toribio.

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