¿RECUERDAN EL ÁLGEBRA DE BALDOR?

Por Lizardo Figueroa
No era árabe. No fue el señor flaco con turbante de la portada. Fue quizá uno de los libros más consultados por los latinoamericanos en el siglo XX y probablemente todavía.
El médico, escritor y profesor Aurelio Ángel Baldor, en un corto preámbulo de su autobiografía, contó que lo abrumaban tantas desdichas y angustias de los estudiantes tratando de entender las matemáticas y resolvió hacer algo con lo cual pudiera aliviar a sus compatriotas cubanos de principios del siglo pasado.
Como quiera que desde niño tenía cierta disposición a sortear las dificultades cotidianas de los jóvenes de su tiempo, con optimismo y coraje resolvió que la mejor manera de aliviarles el agobio, era escribiendo números, fórmulas, ecuaciones y todo lo que se relacionara con el álgebra, a partir de un lenguaje sencillo, entendible y al alcance de todos.
El profesor se dio a la tarea de servirse de la combinación de números y letras para buscarle salidas a ciertas tareas básicas de desenvolvimiento de la economía básica de sus compañeros, vecinos y amigos.
Nunca se creyó sabio, ni imaginó una aureola sobre su cabeza, ni se creyó café con leche, tampoco se consideró iluminado; nada de eso; simplemente dio rienda suelta a su inteligencia que creía normal, para servirse o inventarse problemas de común ocurrencia y resolverlos.
Después de compilar cerros de papel escritos a lápiz, a manera de borrador, se consagró a la febril y paciente tarea de depurar la información acumulada; visitó las pocas imprentas que en su tiempo había en La Habana; con suerte encontró algún mecenas que le imprimió su libro. Buscaron cualquier cantidad de ilustraciones para la portada y que ésta fuera medianamente atractiva a los potenciales «clientes» devotos de la aritmética, pero sobre todo a quienes fueran genéticamente refractarios a lo que, sin quererlo, tenían que enfrentarse en su vida escolar al dolor de cabeza que les producía trajinar con los números arábigos.
Y se decidieron imprimir lo que varias generaciones de maestros y aprendices conocimos como «El Álgebra de Baldor», libro que, como la Biblia, creo, han sido los textos más leídos, aunque menos comprendidos de la humanidad adolescente agobiada y doliente.
Confieso que las lecturas de Heráclito de Éfeso y Pitágoras de la antigua Hélade me resultaron más a mi alcance y más gratos que el libraco gordo de marras.
Siempre hubo, hay y habrá excelentes profesores de matemáticas, quienes además de jugar encantados con sus ecuaciones de segundo grado, han tenido la ventura pedagógica de lograr encantar también a sus discípulos; no son muchos, pero según las estadísticas, en la década del 70 hubo 50 muy buenos maestros matemáticos en la academia del Bachillerato y la Universidad en todo el país.
Mi propia experiencia en las clases de álgebra en el colegio no fue propiamente feliz; entonces en mi edad de piedra lo que me cautivaban eran los libros que solo tenían números en el pie de páginas.
La llamada Inteligencia Artificial (AI), que a pasos agigantados se abre campo en este siglo de cibernética y virtualidad, me temo que irá a suplir las maromas del cálculo y la trigonometría de estos tiempos; bastará la prodigiosa acumulación de datos y las programaciones disponibles para dejar en las estanterías al respetado profesor Baldor, quien fue admirado por tantos e ignorado por otros muchos.
Siempre han cambiado los tiempos; pasamos sin darnos cuenta, de servirnos de las manos y los pies para sumar y restar, de los granos de maíz, fríjol, lentejas y del ábaco para hacer las cuentas, de la pizarra, del cuaderno Cardenal cuadriculado, del lápiz con borrador, de la tinta china azul y roja, de las toneladas de papel usados, inclusive aún, para el texto escrito de los libros didácticos, a las diminutas calculadoras que en un santiamén resuelven lo que Baldor y sus seguidores trabajaron durante décadas.
La tecnología escolar llegó a las aulas y se quedará para siempre. Recuerdos de épocas pasadas con sus íconos y costumbres, a veces resistiéndose al arrollador vértigo del tercer milenio.
El Álgebra de Baldor, parece haber encontrado un lugar en los anaqueles de tantas bibliotecas que igualmente ahora se resisten a desaparecer, mientras haya amantes de la grata y paciente experiencia de leer en textos de papel.