Opinion

ÍNGRIMOS EN MEDIO DE TANTA GENTE

Por Lizardo Figueroa

La vida del citadino, hoy más que nunca, tiene sus ventajas y bemoles. Los adelantos de toda índole hacen de muchas ciudades «buenos vivideros», como dijera nuestro Nobel García Márquez. Hoy se disfruta de servicios que elevan la calidad de vida de la gente. Salud, educación, transporte público, acueductos, alcantarillados, divertimiento, confort, recreación, restaurantes, centros comerciales, plazas de mercado, centros culturales, deportivos, comunicación instantánea con la Internet, en fin.

Pero mientras se disfruta de todas las maravillas que la creatividad y el talento humano ha logrado, hay ciertos factores de convivencia que la ciudad ahogó hoy en día, aunque para bien, todavía se conservan en nuestros pueblos pequeños y veredas; por ejemplo, la vieja costumbre de conversar.

El saludo entre vecinos que se conocen, sus tertulias ocasionales, las honras fúnebres de algún conocido que se fue, las misas patronales, las fiestas tradicionales, las minervas, las navidades, la Semana Santa, el Corpus, los bazares, los convites o «jiragüies», el mercado en los toldos de las plazas y el infaltable «mercado del lazo» negociando a «puro ojo» ganado, cerdos, ovejos y cabros, como con música describiera nuestro paisano Jorge Veloza, en El Saceño: «gane o pierda voy pe’lante, claro que es mejor ganar; y si pierdo me aguanto y me vuelvo a levantar».

Costumbres ancestrales que hubo en nuestras urbes, antes que el progreso desdibujara y borrara para siempre.

Los urbícolas vivimos entre mucha gente, pero en últimas, estamos aterradoramente íngrimos; algunos ejemplos al cuento, que patetizan la soledad en que se vive en las «selvas de cemento» de la modernidad.

Cada transeúnte es reducido a un alguien que se abre paso en la multitud, a penas percibido; cada quien es un desconocido que se mira con desconfianza, cuando no con indiferencia.

Es ese ciudadano solo, inerme, a veces limitado o viejo que camina a su suerte, abriéndose paso entre la multitud que lo ve pero que no lo mira; es esa indiferencia aprovechada por la delincuencia callejera para hacer de las suyas.

Haciendo un «paneo» como llaman ahora por varios inmuebles urbanos como bancos, oficinas públicas y privadas, rara vez se encuentra una «fila preferencial» y si la hay, nadie la respeta, ni la hace cumplir, empezando por los mismos funcionarios.

Tener un traspiés en cualquiera de las trampas llamadas andenes, resulta una calamidad mayor, no solo por el accidente mismo, sino por la insolidaridad.

Ser atracado en cualquier calle es otro ejemplo para sentirse patéticamente solo; en esos eventos lo último que aparece, si acaso, es un policía.

En los llamados conjuntos residenciales, hay «Manuales de Convivencia» con derechos y deberes; el costo adicional asumido por cada residente, sin estar escrito, es en lo posible no saludarse, evitarse entre vecinos; no comunicarse; es el precio, creo, para vivir en paz.

Quienes vivimos en la polis, estamos acorralados por la delincuencia callejera que acosa sin piedad y sin miedo a nada ni a nadie, dispuesta a segar la vida a quien se oponga.

El aire contaminado de los exhostos y las chimeneas permea los pulmones y el ruido infernal de las motos rompe los tímpanos.

No resulta fácil frentear el caos de la ciudad.

Definitivamente, las aldeas, poblados, villas y veredas de nuestra tierrita son los refugios que aún conservan el sentido de constructiva y solidaria comunidad, en donde nadie se siente íngrimo.

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