Hechos

Israel y Washington, más solos que nunca

La Asamblea General de la ONU se convirtió en un juicio político contra la guerra en Gaza. Con votaciones abrumadoras por el alto al fuego y la solución de dos Estados, la mayoría de países aisló a Israel y a su principal aliado, Estados Unidos. Pese a las resoluciones, la matanza continúa y el multilateralismo revela sus límites más dolorosos.

La Asamblea General de las Naciones Unidas de este septiembre dejó una fotografía nítida del presente geopolítico: Gaza se convirtió en el centro del debate mundial y el aislamiento diplomático de Israel —y por extensión de Estados Unidos— se volvió inocultable.

Con 149 votos a favor en la resolución que exigió un alto el fuego permanente y 142 en la llamada “Declaración de Nueva York”, la comunidad internacional reafirmó una mayoría abrumadora en defensa de la vida de los palestinos y de la solución de dos Estados. En ambos casos, el voto en contra de Washington y Jerusalén no sorprendió, pero sí exhibió el nivel de soledad que arrastran en la arena multilateral. A ellos se sumaron Argentina, Paraguay, Hungría y algunos microestados del Pacífico, un bloque demasiado estrecho para contrarrestar la fuerza del consenso global.

Los discursos marcaron las tensiones de fondo. Abdalá II de Jordania preguntó con rabia contenida “¿hasta cuándo?” seguirá la matanza en Gaza. El emir de Qatar acusó a Israel de sabotear las mediaciones, mientras Recep Tayyip Erdoğan habló sin ambages de “genocidio”. Desde Europa, España denunció una “masacre” y reclamó respeto al derecho internacional. Y en América Latina, Gustavo Petro volvió a sacudir la tribuna con una advertencia: “las palabras ya no bastan”. El presidente colombiano fue más allá y propuso una fuerza internacional para proteger a los palestinos, lo que provocó la reacción inmediata de Washington, que le retiró su visa en un gesto de retaliación diplomática.

En la otra orilla, los defensores de Israel quedaron reducidos. Donald Trump, con su estilo característico, tachó de “contraproducentes” las resoluciones y arremetió contra la relevancia misma de la ONU. Javier Milei, fiel a su alineamiento ideológico, reiteró su “apoyo incondicional” a Israel y exigió liberar a los rehenes sin matices. Santiago Peña, de Paraguay, y Viktor Orbán, en Hungría, se sumaron a esa narrativa, pero su impacto fue marginal frente al mar de voces que reclamaban justicia. El propio Netanyahu, recibido con protestas y con delegaciones que abandonaron la sala durante su intervención, insistió en que “terminará el trabajo” en Gaza y calificó de “locura” el reconocimiento del Estado palestino.

Más allá de los discursos, el marco jurídico internacional ya no es un adorno: la Corte Internacional de Justicia declaró ilegal la ocupación y la Corte Penal Internacional mantiene órdenes de arresto contra Netanyahu y su ministro de Defensa. Sin embargo, la fuerza de esas decisiones se estrella contra un límite conocido: la ausencia de mecanismos reales de coerción. La ONU, la CIJ y la CPI ponen las palabras y trazan la legalidad, pero sin capacidad de hacer cumplir sus fallos, éstos se diluyen en el aire.

Mientras tanto, la magnitud de la tragedia en Gaza rebasa cualquier formalismo. Más de cuarenta mil muertos, decenas de miles de heridos y una población entera sometida a hambre y desplazamiento configuran un cuadro de genocidio en curso. Las resoluciones se acumulan, las condenas se repiten, pero la matanza continúa sin freno. Ese divorcio entre el consenso global y la realidad en el terreno desnuda la crisis del multilateralismo, y revela lo más crudo: que Israel y Washington no muestran incapacidad, sino un deliberado desinterés en detener la barbarie.

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