Editorial

La dignidad no se negocia

Por primera vez, un presidente colombiano se planta sin titubeos ante Estados Unidos. El discurso de Gustavo Petro en la ONU y la respuesta de Washington al retirarle la visa dejan claro que la confrontación no es un accidente: es la consecuencia de haber roto con una tradición de sumisión.

Estados Unidos nunca da un paso en falso. Cada gesto diplomático, cada sanción simbólica, está calculada para mantener su hegemonía en el continente. Con la complicidad de las élites y de la derecha colombiana, las condiciones de esa relación fueron impuestas unilateralmente: bases militares, recetas económicas, planes antidrogas, cooperación condicionada. Colombia fue un socio subalterno, obediente a cambio de migajas de ayuda y legitimidad.

La llegada de Gustavo Petro a la Casa de Nariño cambió el guion. En la ONU denunció sin rodeos la hipocresía del poder global: la guerra en Gaza, las amenazas de intervención en Venezuela, la guerra fallida contra las drogas. Y lo hizo señalando el estilo autoritario y prepotente de Donald Trump, un liderazgo responsable, por acción u omisión, de muertes y tragedias que no solo marcan a la región, sino que alcanzan dimensiones globales.

La reacción de Washington fue inmediata: el retiro de la delegación estadounidense en la Asamblea y, poco después, la revocatoria de la visa presidencial. Un hecho inédito, que más que debilitar a Petro, lo fortaleció en la narrativa de dignidad y soberanía que ha querido construir.

Porque aquí no se trata de un simple trámite migratorio. Es la evidencia de que la voz de Colombia incomoda cuando se atreve a exigir equidad y equilibrio en la relación con Estados Unidos. Lo que se castiga no es una frase imprudente, sino el atrevimiento de un país que ya no se arrodilla.

En el escenario interno, este pulso tiene una lectura clara: Petro representa la dignidad nacional frente a un autoritarismo extranjero que siempre encontró obediencia en gobiernos anteriores. Para sus opositores, se trata de un error que aísla al país; para amplios sectores populares, es la prueba de que por fin hay un presidente que defiende la soberanía sin miedo a las consecuencias.

Y esa diferencia será crucial en las próximas elecciones. La oposición buscará sembrar temor con el fantasma del aislamiento. El progresismo, en cambio, encontrará en este episodio un combustible para movilizar a quienes entienden que la verdadera independencia cuesta, pero vale. Porque no se construye futuro con sumisión, sino con la capacidad de plantarse de frente ante quienes durante décadas impusieron su ley sobre nuestra política.

El 26 de octubre, el Pacto Histórico definirá en consulta interna quién liderará la contienda para suceder a Petro. Esa es la única cita confirmada en el calendario político de la izquierda. Carolina Corcho representa la voz de la salud pública y la coherencia de una lucha contra los intereses que privatizaron el derecho fundamental a la vida; Daniel Quintero, con su gestión en Medellín, se proyecta como una figura joven e innovadora, aunque las investigaciones en su contra siguen siendo un lastre que deberá explicar; e Iván Cepeda, que durante toda su trayectoria ha demostrado coherencia entre discurso y actos, encarna con mayor solidez la continuidad de un proyecto que pone en el centro la dignidad, la soberanía y la justicia social.

Petro lo ha dejado claro: Colombia ya no es el patio trasero de nadie. Ahora corresponde al progresismo asegurar que esa ruta no se interrumpa, y todo indica que la opción más firme para mantener viva esta senda es Iván Cepeda.

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