Opinion

MUGRES QUE SOMOS

Por Lizardo Figueroa

Circulan imágenes de montañas de basura en las calles de algunas ciudades del departamento, a la par con videos de las recientes inundaciones por los recurrentes aguaceros de temporada en los cascos urbanos de varias poblaciones; eventos que se dan también en muchas partes de la geografía nacional; «mal de muchos, consuelo de tontos», reza el adagio.

En ese contexto, conviene aludir al tema educativo, como una de las variables que inciden en el problema, con sus consecuencias.

El colapso de los drenajes pluviales o sumideros obedece, más allá de la falta de mantenimiento que corresponde a las empresas sanitarias, a nuestra típica costumbre de arrojar todo tipo de desechos a las calles, comportamiento censurable atribuible a la precaria crianza que recibimos en los hogares, a la ausencia de educación cívica y urbanidad en los colegios, a la endeble legislación sobre cultura ciudadana y la falta de acción de la autoridad policial al respecto, todo lo cual deriva en las calamidades que muchos hogares, locales comerciales, oficinas públicas y demás recintos padecen en épocas de invierno.

Colombia, país que legisla sobre lo humano y lo divino, carece de un marco legal que regule comportamientos de los urbícolas en su desenvolvimiento callejero cotidiano y las herramientas efectivas que las autoridades tengan para actuar en materia de convivencia ciudadana.

Hay sectores que terminan siendo muladares por la acumulación de basura, focos de contaminación y terreno propicio para que las moscas hagan lo suyo ante la indiferencia de todos.

Hoy más que nunca, debiéramos rescatar los valores perdidos en materia de civismo, solidaridad y cuidado con el mobiliario de las aldeas en donde vivimos; indigna ver cómo se destruyen las señales de tránsito, los paraderos, las canecas de residuos, los parques, escenarios deportivos, fachadas, andenes, jardines, zonas verdes, etc. y cómo van a parar a los drenajes toneladas de basura, ante la indolencia de todos.

En muchos casos, desde los mismos escenarios educativos como colegios y universidades se observa ese espíritu destructivo que subyace en algunos; se acaba con pupitres, baños, puertas, muros, carteleras, mobiliario de cafeterías, comedores, bibliotecas, laboratorios, en fin; las abnegadas mujeres del servicio de aseo de los centros educativos dan cuenta del basural diario que generan los estudiantes; lo propio pudieran decir aquellos operarios anónimos, ninguneados a veces, llamados coloquialmente «escobitas», cuyo duro trabajo consiste en recoger, todos los días, lo que bota nuestra pésima educación.

En contextos del mundo civilizado, sus ciudades reflejan lo que son sus habitantes; hay un sentido de pertenencia reflejado en el cuidado de sus calles, parques, escenarios deportivos, centros comerciales y de abastecimiento, edificios, transporte público; paralelamente hay que ver en el escenario criollo en qué estado quedan nuestras calles, estadios, teatros, plazas de mercado, etc. después de la cotidianidad urbana.

Hemos de reconocernos, con rubor y vergüenza, mugres con nuestras ciudades. Pobreza y basura son sinónimos del tercer mundo.

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