Opinion

QUE NO NOS DEJE EL TREN

Eran los tiempos del ruido y en nuestra amada patria y sus alrededores, a una muchacha que estaba algo demorada en casarse le sentenciaban: mija, la está dejando el tren. Épocas en las que a las chicas les alcanzaban las aspiraciones (vainas del machismo) a duras penas para llegar hasta la cocina, el lavadero y criar hijos. Cómo sería la ignominia que no heredaban ni manejaban dinero: los astutos machos les inculcaban la idea de que “esas manos puras no deben contaminarse con el estiércol del demonio”. Chévere, los hombres sí podían untarse hasta el cogote; afortunadamente esos ominosos tiempos cavernícolas ya son historia, por lo menos para la mayoría de sociedades occidentales.

A esa pretérita Colombia que pretendía pasar de un sólo jalón de la mula al avión, se le quedó entre el tintero –o más bien en el bolsillo de nuestros avivatos dirigentes de la aristocracia criolla– nada menos que el transporte ferroviario. Siempre se opusieron de manera férrea al tren.

En algunas regiones del país, debido a su geografía, el transporte aéreo se desarrolló casi como un artículo de primerísima necesidad, todo tocaba, sí o sí, en avión. Eran tiempos en los cuales Colombia se vio literalmente invadida por una flotilla de aviones Douglas DC 3, rezagos de la Segunda Guerra Mundial, en los cuales se acomodaban en escaños las filas de pasajeros a lo largo del avión y en la mitad la carga, compuesta por víveres, gallinas, marranos y cuánto chéchere cabía, amarrados con lazos y cabuyas en el centro del fuselaje.

Así como existen universidades de garaje, en esos tiempos en los que los llanos y la selva se denominaban Territorios nacionales, había aerolíneas casi de garaje compuestas por el gerente, el piloto y el copiloto… y el piloto casi siempre era el mismo dueño. Algunas como El venado tenían una flotilla de uno o dos DC 3, y los arriesgados pilotos, cual Richard Burton y Clint Eastwood llegaban hasta donde sólo las águilas se atreven. El Maestro Germán Castro Caycedo narró en El Alcaraván, de manera magistral, las aventuras de estos héroes del aire que volaban a tientas y por referencias visuales como ranchos, hatos y ríos.

Mi padre voló muchas veces haciendo las veces de ‘copiloto’ de Zalatiel Colmenares Mejía, Chamaco, piloto del extinto DAS en Casanare y ex piloto de El Venado. Comentaba él cómo funcionaban las flamantes ayudas de aeronavegación de la época: Sale del aeropuerto tal y mantiene rumbo tal por cinco minutos y cuando vea una casa de techo rojo ponga rumbo tal por tantos minutos, y así hasta que llegaban a su destino. Antes de aterrizar tocaba hacer dos o tres sobrepasos a ras de piso para espantar a las vacas y los burros que pastaban en la pista, cuando había pista porque en algunas ocasiones era una calle habilitada como tal, como en Yopal, que antes de tener aeropuerto de verdad utilizaban una calle a la cual pilotos y pasajeros llamaban La última lágrima, ya imaginarán por qué.

Las aventuras que vivieron fueron inolvidables y sin temor a equivocarme, darían para un libro parecido al de Castro Caycedo: La más sencilla es que cuando se subían a la aeronave, después de verificar la lista de pasajeros se iban a prender el motor enrollándole una manila. Después de varios intentos, cuando la avioneta prendía, los pasajeros, por su propia cuenta ya habían volado bien lejos.

Lamentablemente, un aciago 29 de julio de 1972, a sus 32 años, Chamaco voló a la eternidad yendo como pasajero en un DC 3 de Avianca que se estrelló en el aire con uno similar de la misma empresa, cuando los pilotos quisieron hacer una pirueta que, infortunadamente, les salió muy mal. Chamaco viajaba hacia Yopal a recoger la avioneta con la cual había participado en una exhibición aérea que solía hacerse para las festividades de Sogamoso y había sufrido una leve avería. Este accidente supuso el fin de los vuelos de Avianca utilizando los vetustos DC 3.

Los llaneros sí dieron el salto directamente de la mula al avión, a nosotros nos quedaron debiendo el ferrocarril. Tan rico es ese viaje en el tren, que las plataformas de streaming tienen música para dormir con el fondo de sonido del tren. Un viaje realmente placentero que se fue quedando atrás por la premura que acompaña hoy a este tiempo. Todo el mundo vive de prisa, con cara de pocos amigos, nadie le habla a nadie, todos queremos llegar a nuestro destino ¡ya!

La placidez de ese romántico viaje la disfrutábamos quienes vivíamos en Paz de Río, Sogamoso e intermedias en el tren eléctrico de Acerías. Una delicia –como decía el finado Rodolfo– porque era suave, sin afanes, disfrutando del paisaje y, sobre todo, gratis. A día de hoy todavía hay amigos que hacen el viaje, no en plan de ahorro sino en plan retro, plan nostálgico.

Quienes tuvimos la oportunidad de viajar por otros rumbos vía férrea, aún recordamos cómo en las estaciones se acercaban las vendedoras de arepas, gallinas, golosinas y demás viandas que hacían el viaje inolvidable. La estación de Tocaima también era llamada la última lágrima, pues hasta allí les era permitido llegar a los familiares de quienes iban a parar al leprocomio de Agua de Dios. Eran escenas desgarradoras pues por padecer la bíblica lepra, los pacientes eran despedidos en medio del estigma, un infinito dolor y un mar de lágrimas.

Hoy en día los viajes no son para disfrutar, sino por necesidad. Lo encierran a uno en un bus al que ni siquiera se le pueden abrir las ventanas y a disfrutar del aire acondicionado a la temperatura que al chofer le venga en gusto. Insufrible.

Todo parece que este sueño está marchando sobre rieles y va a regresar muy pronto. Ya, según la Presidencia de la República, están ‘de un cacho’ proyectos ferroviarios como la conexión interoceánica, que busca unir el Caribe colombiano con el Pacífico, el corredor Bogotá-Belencito, que está en etapa de actualización y mantenimiento, el corredor del Pacífico, que mejora la conectividad en la región del Pacífico, el corredor central La Dorada-Chiriguaná- Santa Marta y la red férrea del Pacífico, que incluye municipios como La Dorada, Sonsón, Puerto Triunfo, Cocorná, Puerto Nare y Puerto Berrío.

Esta maravillosa posibilidad de desarrollo para el país comenzó a descarrilarse tras la muerte de Jorge Eliécer Gaitán 1948 cuando desaparecieron para siempre los tranvías capitalinos junto con los recursos para la expansión ferroviaria: la platica existente para ese propósito fue a parar a la reconstrucción de Bogotá. En los años 50 las contrataciones leoninas, los vacíos jurídicos y la incapacidad centralista de ver más allá de las narices hizo que el viaje en bajada del tren comenzara sin dolientes. Para 1992, (adivinen quién era el presidente) año en que se suspendió el servicio de pasajeros por ferrocarril, sólo se transportaron 165.000 almas, mientras que en 1972 se habían movilizado más de cinco millones.

Parece que los rieles siempre fueron más rectos que nuestros dirigentes de siempre, quienes nos acostumbraron a que los chanchullos (“que robe pero que haga”), el deterioro, la maleza, los derrumbes morales y de tierra fueran parte del paisaje. Cómo sería la pereza mental de nuestra dirigencia que en 185 años no fueron capaces de construir lo que EEUU hizo durante los primeros diez años del invento ferroviario.

Ojalá el dueño de Colombia y su combo de áulicos no se atraviesen en el camino de estos proyectos.

¡Feliz viaje!

Por: Rafael Antonio Mejía A.

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