Reflexiones sobre las fotomultas

Un ciudadano recibió una multa por exceso de velocidad al conducir a 61 kilómetros por hora en la calle 183 con autopista Norte. Fue detectado por una cámara de control de velocidad, comúnmente conocida como fotomulta. Al compartir su experiencia, notó que en su círculo cercano prácticamente todos han vivido situaciones similares. Una amiga fue multada por ir a 56 kilómetros por hora en la 134 con Boyacá. Otro colega del periódico estaba frustrado porque en menos de un mes había recibido tres comparendos por exceso de velocidad.
Sea como sea, este conductor se ganó el comparendo y ahora no queda más remedio que tomar el curso, pagar y reflexionar. Al investigar más sobre el asunto, se encontró con varios personajes en una campaña decidida a acabar con las cámaras de fotomultas. El exsenador Rodrigo Lara y excandidato a la alcaldía es uno de los más críticos, alegando que detrás de estas cámaras hay un negocio bien montado. También aparece un excéntrico concejal de la ciudad, más conocido por sus escándalos que por sus aportes en el cabildo, despotricando contra este mecanismo de control encaminado a salvar vidas.
Uno de los temas más debatidos en los últimos años es el de las cámaras de detección de infracciones de tránsito. En algunos casos, están asociadas a hechos de corrupción, pero ese es otro tema. Este tema es polémico porque, desde cualquier perspectiva, es atractivo. Los políticos ganan puntos cuestionando su efectividad en defensa de miles de votantes con carro. Los populistas encuentran una razón más para atacar un mecanismo que consideran injusto y opresivo. Y los oportunistas aprovechan para hacer shows mediáticos y en redes sociales desafiando a la autoridad.
Afortunadamente, ya hay leyes y fallos de la Corte que han puesto orden al asunto y las cámaras de fotomultas siguen operativas. Todos los que cuestionan su presencia rara vez hablan de lo que nos cuesta la siniestralidad vial como sociedad. Nadie repara en los miles y miles de muertos que deja la imprudencia en las carreteras del país y las calles de Bogotá.
Ojalá los indignados con estas cámaras pudieran hablar con los hijos, los parientes y los amigos de aquellos que perdieron la vida por un incidente vial evitable. Ojalá se dedicaran a legislar sobre cómo combatir este problema que deja más muertes que el conflicto armado. Ojalá promovieran campañas para generar conciencia sobre la importancia de respetar los límites de velocidad. Entonces, sus reclamos tendrían más sentido.
Es cierto que en algunas vías andar a 40 o 50 kilómetros por hora parece ridículo, que en ciertos horarios se podría ir más rápido, y que una buena señalización ayudaría más que un detector de velocidad. Sin embargo, las estadísticas muestran otra realidad. Todos los días se registra al motociclista que perdió la vida, al ciclista arrollado, al peatón que murió en una avenida y a los cientos de heridos que deja la imprudencia en las calles.
Bogotá no puede darse el lujo de seguir registrando 600 muertos al año en hechos evitables. Son 600 vidas, 600 familias, 600 proyectos de vida que desaparecen en un segundo. Las cámaras de fotomultas no existirían si fuéramos ejemplares en nuestro comportamiento al conducir. Si los motociclistas no convirtieran las calles en pistas de velocidad o los conductores entendieran que en Bogotá no se puede confiar en que siempre habrá tiempo para reaccionar ante un peatón inesperado.
En los próximos días, este ciudadano conductor se dirigirá a las dependencias donde se dictan los cursos por ser un infractor más. Hace varios años, visitó uno por otra multa y debe decir que fue una experiencia aleccionadora. Los cursos están bien diseñados, son ágiles y las personas que los imparten están preparadas y ponen todo su empeño en hacer la pedagogía necesaria.
Nunca se aceptará de buena manera que se sancione con una cámara fría y sin rostro. Pero solo por un segundo, se debería pensar que estas cámaras están evitando problemas más serios. ¿Recuerdan las estrellas negras de Mockus sobre el asfalto? Daban escalofríos al imaginar que allí había muerto una persona.