Opinion

SER PÍCARO PAGA

Por Lizardo Figueroa

La RAE lo define como «listo, espabilado, tramposo y desvergonzado». La semántica del término puede ser aplicada a algunos, muchos por desgracia, quienes un día aterrizaron y se acomodaron en el poder por herencia de apellidos eternos o por habilidad propia para trepar hasta los altos escalones de la política.

Estos avispados del servicio público, tuvieron como objetivo principal hacerse al manejo y control del Erario; tras las tesorerías y los presupuestos han ido con toda, a través de elecciones y/o la cooptación de la frondosa burocracia ocasional de las tres ramas y de libre nombramiento y remoción.

En realidad, los autoproclamados mesías de cada cuatrienio, hábiles promeseros vacíos, diplomados en engatusar a la ignorancia, son los emprendedores, propietarios y gerentes de pequeñas o grandes empresas electorales, con organización, personal, logística y  clientela propia a su servicio, pero eso sí y en todo caso, con cargo a las nóminas oficiales o por interpuestos intermediarios que contratan con el Estado.

En la mira de ser elegidos, por sí mismos o por patrocinios interesados y perversos, los cacos criollos invierten todo el dineral del mundo, para luego recuperarlo con creces amasando verdaderas fortunas, una vez con la sartén por el mango se dan sus mañas para multiplicar las ganancias de sus «inversiones electoreras»; es el mejor y más rentable negocio; que sus «emprendimientos» funcionen por fuera de la ley y que no haya asomo de control de nadie, es decir, que la impunidad sea su indispensable aliada, garantiza permanencia, vigencia y renta de por vida.

Los pillos de corbata creen que el dinero de todos les pertenece y que está bien apropiárselo de mil maneras.

También roban sin mediar juicios de valor, porque obran por impulso; padecen de una adicción incontrolable llamada cleptomanía. Pero los cleptómanos servidores del Estado, que los hay, le echan uña al dinero público, a sabiendas de que están delinquiendo. Hay ladrones que terminaron por convencerse de que hurtar es su «trabajo».

Aprovechan el entramado tapiz de la arquitectura de la República con su tramitomanía hecha a la medida exacta de la perversidad y el saqueo, para hacer rendijas y atajos para hurgar el billete.

Ladrones hay de todos los estratos y pelambres; siempre los ha habido; le meten la mano al bolso a los demás con el disimulado barniz de legalidad. Se inventan un mundo de impuestos para volver inagotable la caja del esquilme. Se roba al menudeo y a escala desde la compra de una escoba hasta las generosas «albricias» de ciertos contratistas, expertos en la sastrería contractual oficial.

La llamada corrupción en este país, que no es otra cosa que delinquir hurtando miles y miles de millones, es una práctica amparada por la impunidad; hay cacos que no le temen a la ley ni a los operadores de la justicia.

 La corrupción no es un tema nuevo; es más viejo que las enjalmas traídas por los invasores de «la conquista»; lamentablemente siempre ha estado de moda. Robar el dinero del Erario pareciera ser la devoción de algunos politicastros y burócratas torcidos desde que la élite independentista resolvió tomar las riendas de aquestas tierras; la llamada gesta libertadora se logró; pero al parecer, de lo que no nos liberamos fue de la avaricia y de los abolengos de los nuevos patrones de la República.

¿En qué momento de la historia el escrúpulo y la honestidad dejaron de ser parte del actuar humano? ¿Acaso existieron desde siempre? Y si existieron ¿por qué se fueron borrando de la conciencia?
Pareciera que como la ética y otros valores, fueron desvaneciéndose con el tiempo.

Durante centurias, en la moral de las religiones descansaron los principios, preceptos y valores de la humanidad; después, desde la Hélade y los clásicos de la filosofía, la ética y toda su axiología fueron la guía que permitió a las sociedades vivir y convivir.

Increíble que después de tanto tiempo y con las excepciones honrosas de rigor, Colombia haya sido tan esquiva a la honestidad, particularmente en el rigor del manejo del dinero público, con el espectáculo triste e infeliz de tantos políticos en juicios, condenas y en condición de reos por su avaricia.

Lamentable por demás, que a tantos compatriotas les resbale la desgracia del latrocinio. Esperable sería que el destape de tanta alcantarilla corrupta, haya logrado un mínimo dolor de patria y de dignidad y que los compatriotas decentes nos decidiéramos en mayoría a hacer la asepsia política en las elecciones del 2026.

Sí, la corrupción siempre ha pagado para tanto malandrín sin vergüenza y sin hígados, hartándose del dinero producto del asalto a la hacienda estatal, que a todos pertenece.

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