UN BOYACO EN LAS ANTILLAS

Por: Lizardo Figueroa
De turismo en algún lugar del caribe, buscando la tierra del gran «Jibarito» Rafael Hernández, el compositor con alma iluminada que nos legó «Lamento borincano», «Campanitas de Cristal», «Capullito de Alhelí» y «Ahora seremos felices», sucedieron unas anécdotas inverosímiles.
Una noche en el hotel campestre nos aprestábamos a descansar después de un día agitado, cuando la patrona vio un animal en la habitación, suscitándole el consecuente pánico; su consorte -el mismo que escribe y canta- como corresponde al macho alfa, al Schwarzenegger de la casa, inmediatamente y sin verificar el peligro que ofrecía la presencia del osado intruso, corrió despavorido, como alma que lleva el diablo, a pedir auxilio a la recepción, describiendo las circunstancias de tiempo, modo y lugar del evento; la diligente operaria, con inmensos y profundos ojos negros y tierna sonrisa que dejaba asomar sus «brillantes perlas en tan lindo estuche de peluche rojo» como cantara el inmortal Alfonso Ortiz Tirado, alarmada, ipso facto mueve el sistema interno de emergencias, que a su vez reporta a la estación más cercana de auxilio y prevención de desastres de la aldea, que respondiendo cual rayo, envía un poderoso y pesado vehículo, el cual abriéndose paso en la congestionada vía, con las ensordecedoras sirenas, luces y campanas asoma raudo a atender el episodio; después de un brusco rechinar de los neumáticos, el vehículo se ubica frente a la alcoba de los aterrados huéspedes. De la máquina se apean presurosos cuatro unidades ataviadas con cascos, uniformes, botas, protecciones, herramientas y la mejor logística que tenían para frentear la situación.
Las afiladas hachas no tuvieron que ser usadas, ya que la puerta estaba entreabierta; el escuadrón salvavidas entró como una tromba, dispuesto a enfrentarse con toda al monstruo aterrador denunciado; cuando los héroes, en cumplimiento del deber arriesgan hasta la misma vida, pues, como Superman… a lo que vinimos; iban armados hasta los dientes, con todos los juguetes y la experticia afanados preguntan ¿en dónde está?
La paniqueada, casi sin resuello responde con el índice derecho señalando el sitio; los samaritanos de cascos y pantaneras, suponían alguno de los círculos infernales del Dante en la Divina Comedia.
Se asomaron, listos a disparar ante cualquier asomo de resistencia. Lo imaginado se desvanece cuando a falta de monstruo, los avezados vislumbran una delgada línea de no más de 8 centímetros que sorprendida por los extraños extraterrestres, emboca por un agujero cuyo diámetro apenas superaba el de la uña del dedo meñique.
El «oso» monumental, como llaman ahora al ridículo, quedó como anécdota singular.
Otra noche en el mismo lugar, ocurrió algo más grato: un grupo musical ofreció un concierto de bellísima música «reggae» (coro a 4 voces, conga, guitarra puntera, guitarra acompañante, maracas y bajo) mezclando la dulzura de dos joyas de Hernández, hicieron el deleite; en un intermedio del descanso de los artistas, busqué al director para saludarlo agradecido por el banquete que estaba ofreciendo al respetable; me preguntó mi lugar de origen y le contesté orgulloso «de Boyacá, Colombia» y la sorpresa fue mayor cuando riposta el antillano: «carranga, Jorge Veloza, La Cucharita». Casi me infarto, el maestro director con su grupo instrumental vernáculo «Banana» en la siguiente sesión del plenilunio musical me obsequia una seguidilla de antología: «Julia, Julia», «La Pirinola» y el himno boyaco «La Cucharita».
Anécdotas de un cachaco sin ruana ni sombrero, pero abrigado por la canícula de 35 grados en el océano Atlántico, no muy lejos de la legendaria isla de Antil.
¿Cómo la ve don Gregorio?


