Opinion

UNA VIDA PARA AMARTE

Por Rafael Antonio Mejía Afanador

En mi cada vez más lejana niñez, las diversiones intramurales eran más bien escasas, entonces nos tocaba arreglárnoslas con camioncitos de jalar con pita a los cuales les modificábamos el troque delantero para que diera curvas, con mi amigo del alma, ‘Meñi’, uno de los tres reyes vagos. Los otros dos eran Dagoberto Mejía y por supuesto, yo. No se necesitan tres dedos de frente para intuir por qué mi madre nos puso así. (♪Mamá, me debes una♫).

Una de las pocas diversiones fuera del hogar era mirar tele en algún lado. Esos novedosos aparatitos, para la época nos parecían mágicos, nos arrancaban sonrisas, expectativas y muchas esperanzas… de tener uno. 

Mientras llegaba la añorada tele, nos íbamos a goterear señal por la ventana de la casa de Jorge Acosta, a la casa cural, adonde Luzmila o adonde la señora Lucila de Riveros, quien no le cerraba la puerta a ninguno de los pelafustanillos que íbamos a importunar los domingos después de misa a mirar Tarzán, cómodamente sentados en el piso de la sala, apretujados como sardinas enlatadas en compañía de Sofonías, el gato. No sé qué don tenía ella (aparte de don Constantino), pero lo cierto es que hacía milagros con una sola olletada de aguapanela para bajar, aunque fuera medio pan para cada uno. Lo cierto es que, si alcanzaba para sus hijos, tenía que alcanzar para la distinguida clientela dominical. 

Si me portaba bien, iba el domingo en la tarde donde el Padre Luis Gabriel Eslava a mirar la Pantera rosa. Mi tía Luisa, muy querida ella, me daba duraznos en almíbar en un platico demasiado pando, con una cucharita y pues imagínense el lío tan tenaz para lograr agarrar un casquito de durazno con la cuchara sin morir en el intento. Era un espectáculo más hilarante que la misma Pantera rosa.

El primer televisor que hubo en nuestra sala, para mirar el único canal disponible, lo traía mi tía Martha por temporadas de la Concentración Kennedy, donde dictaba clase. Como no había celador, alguien tenía que cuidarlo. Era una tele de marca Admiral en el que recibíamos clases televisadas y vimos en vivo y en directo los Panamericanos de Cali, en el 72. Funcionaba con antena de barra: un pendejo que se subía al techo y la barra, abajo, gritando, ¡a la derecha! ¡no, a la izquierda! ¡déjelo ahiiií!

Mi papá nos veía en las noches mirando embobados la telenovela de las 9:00 y se burlaba de vernos con los ojos cuadrados, diciendo que las novelas eran “cosas de viejas”. Una noche, entre mi madre, mi tía Martha y mi tía Dorita lo obligaron a sentarse a mirarla después de adelantarle el cuaderno y ponerlo a tono con el capítulo que iba a empezar. Lo cierto es que, de ahí en adelante, juiciocito a las nueve a mirar novela.

La producción, llamada Una vida para amarte, era protagonizada por Alcira Rodríguez (de Chiquinquirá, venía ella) y el súper galán de la época, don Aldemar García, de tremendo vozarrón. Como secundarios estaban Álvaro Ruíz, “el hombre feliz” y Dora Cadavid en el papel de malandra. Cómo serían de magistrales las actuaciones, que la revista Cromos sacó una portada titulada: Elogios para Jazmín (Alcira), carterazos para Fabiola (Dora Cadavid); la gente se comía el cuento de que la maldad era de la actriz y la agarraban a puros carterazos por las calles.

Pues bien, así, textual, como el título de esta novela, le pasó a la profesora Gladys Barrera Martínez, rectora del Colegio de Sugamuxi, quien es sugamuxista desde su adolescencia.

Nada fácil, después de un ejercicio docente de 47 años, de los cuales dirigió al “Suga” los últimos 17, tomar distancia de ese querer. Me imagino que se debe hacer un nudo en la garganta de sólo pensar esos años van a pasar en un santiamén la próxima semana cuando después del deber cumplido, con todos los honores, tenga que dejar a quien brindó su cariño, niñez, adolescencia, adultez y jubilación.

En este oficio uno aprende a amar, no a los ladrillos, sino a quienes conforman una institución de tanta grandeza y significado para Sogamoso y la provincia, la cual en octubre estará partiendo la torta de los 120 años. 

En épocas de su inocente niñez le gustaba presenciar los majestuosos y elegantes desfiles que inundaban de alegría y pomposidad las principales calles de Sogamoso con el ritmo y solemnidad de la banda de guerra. Le cambiamos el nombre, ahora es “banda heráldica” pero, irónicamente, seguimos en guerra. Lo cierto es que, al contemplar esas exhibiciones de música y ritmo a cargo de la banda del Suga, su corazón comenzó a enamorarse del claustro que determinaría el rumbo de su vida.

Entró a la tierna edad de 15 años al Suga a Cuarto grado de Bachillerato. Había cursado un par de años en la Normal de señoritas, que quedaba en el antiguo Sugamuxi, en la Plaza de la Villa, donde por sugerencia de su mamita, Blanca Martínez, quien afortunadamente hoy la acompaña, le hizo sus primeros coqueteos a la docencia. 

Parece que esos coqueteos no la conquistaron tanto como para moverle el piso, pues ella quería estudiar ingeniería electrónica en Bogotá, dado que tenía muy buena disposición y habilidad para las matemáticas. Una vez graduada de bachiller presentó el examen del ICFES con unos resultados tan buenos que podría presentarse en la UPTC a cualquier carrera. Su padre, don Julio Roberto Barrera, le encargó a un primo, Luis Vargas que la matriculara “a traición, con saña alevosía y premeditación” a la licenciatura en matemáticas, pues eran tiempos en los que enviar a estudiar a una señorita sola a Bogotá resultaba un poco dramático para sus padres. De esta manera, y a regañadientes, comenzó a incursionar en el mundo de este abnegado y bello oficio, cuya misión principal, amén de lo académico, es conquistar las voluntades de los chiquillos para que también le den un rumbo a sus vidas.   

A partir de ese momento se podría pensar que uno no busca su destino, sino que el destino va por uno, lo busca y lo encuentra. Fue así como llegó al Sugamuxi, a desempeñar un rol que inicialmente no era de su pleno gusto, el 22 de enero de 1979 bajo la batuta de Don Félix María Segura, caballero que, con la sola mirada congelaba al que estuviera en frente. Eran épocas en las cuales la sola presencia del maestro y su ejemplo eran suficientes para imponer el respeto y la disciplina que tanta falta nos hacen en estos momentos. 

Exceptuando los cuatro años de universidad y dos como rectora de la I.E. Rafael Gutiérrez Girardot, la profe Gladys, después de 47 años de labores, pondrá el próximo jueves 31 de julio un nuevo paréntesis en su vida, y así, como la novela que le robó la atención a mi papá, podríamos decir que le dirá sentida a su glorioso Sugamuxi: Una vida para amarte.

La rectora del Sugamuxi con su señora madre y hermana durante el homenaje de despedida en la Institución el pasado miércoles 23 de julio

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