LA BENDICIÓN, ABUELA
La bendición, abuela: «Que Dios lo haga un santo, mijo». Era el ritual cotidiano del saludo de los nietos, cuando se educaba para saludar.
Hoy el saludo pareciera estar en desuso. Impresiona ver cinco, diez y más personas en un paradero esperando el mismo bus; se ven, pero no se miran y nadie se saluda.
Creo que el mínimo gesto que nos delata como humanos es el saludo y por el que aún no se cobra.
Es común ver cómo en los conjuntos residenciales, en donde viven cien familias, literalmente bajo el mismo techo, los vecinos evitan encontrarse y casos se dan, en que ni en el ascensor se saludan y tampoco se contestan. Probablemente esa actitud sea el costo de «convivir» en paz.
Los muchachos hoy ignoran olímpicamente a la gente en todas partes y si son viejos, como si lloviera; incluso hasta en su casa ni chistan al respecto; eso sí se saludan entre ellos con gestos, apócopes, apodos y hasta groserías; que por lo menos se saluden ya es ganancia.
¿Puede acaso haber mejor deseo para quien nos encontramos que desearle salud?
Se viralizó en estos días una experiencia curiosa de comportamiento social en Cali, cuando un creativo joven estudiante de sociología resolvió aterrizar una investigación de campo que denominó «saludar paga». Se ubicó al interior de la puerta de entrada de una buseta de servicio público urbano y a cada persona que saludara al ingresar le pagaba el pasaje, para sorpresa de los viajeros que se sentían reconocidos por su educación y agradecidos por el detalle. Pocas veces tuvo que gastar su dinero el novel investigador.
Recuerdo ahora la anécdota de la profesora Yazmir, del colegio de Mongua: hizo una sencilla pancarta que izó a la altura de sus brazos, esperando a sus estudiantes en la puerta de entrada al establecimiento al iniciar la jornada escolar: «Buenos Días» y «una carita feliz». Curiosa y audaz estrategia pedagógica de la maestra para enseñar a saludar.
Mis hijos y estudiantes no me creyeron cuando les conté que hubo un tiempo cuando los señores saludaban a las damas quitándose el sombrero y los tipos no se lo volvían a su cabeza hasta que la doña dijera: «cúbrase, caballero»; si lo hacía antes, era un irrespetuoso; claro, con el respectivo reproche de encime.
En mi rol de maestro, suelo indisponerme cuando saludo y no se me contesta; pero lo hago notar con algún gesto o «indirecta» que llamamos, eso sí, respetuosamente; rayos y centellas recibo a cambio; pero porfío en esa vieja costumbre heredada de mis taitas y maestros de primaria a mediados del siglo pasado, cuando se criaba a la prole con los rigores de entonces.
¿Los papás colombianos del Siglo XXI enseñan a sus hijos a saludar?
Les convendría al menos para saberse reconocidos como miembros de la familia.
¡Salud, amigos! decía el Padre Sabogal en sus recordadas peroratas a sus oyentes en Radio Sutatenza, entre quienes este servidor escuchaba años ha.
En la crisis de valores en que nos encontramos, el rescate del saludo sería al menos un asomo de reconocernos parte de la especie humana a la que porfiamos en ignorar.
Ironía de la vida del urbícola moderno: viviendo rodeados de tanta gente y a la vez tan íngrimos.
Cordial saludo, pues. Digo yo.
Por el Profesor Lizardo Figueroa Barón