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¡ATRÁPENLOS YA!

Por Lizardo Figueroa

La sensación de impotencia, de desamparo y humillación golpea el alma.

Sabemos de cacos de fina corbata en los estratos altos de la sociedad, parapetados en las esferas de poder, muy preocupados y ocupados con devoción por hacerse fraudulentamente al dinero del Erario, de la hacienda pública, de mil maneras, gracias a los medios que divulgan los escándalos; la ratería ilustrada de ciertos figurones es noticia diaria, que suele opacarse con otro alboroto mayor a la semana siguiente.

Pero hay otras delincuencias de estrato medio, generalmente enquistadas en la burocracia politiquera del común de la administración oficial en sus distintos niveles; ese esquilme que pasa inadvertido y que los entes de control a veces esculcan, que no merecen titulares de prensa, pero que sumadas representan billones de pesos que terminan en los bolsillos de muchísimos delincuentes anónimos.

En niveles más bajos de la escala corrupta está la delincuencia secuestradora, la que se sirve de los medios virtuales para saquear, boletear, chantajear y robar.

Pero en la base piramidal del «trabajo» delictivo está la ralea callejera del raponeo, del atraco del «manos arriba», del «páseme el celular», del «cosquilleo», de «el paseo millonario, de los «apartamenteros» y asaltantes de casas, el fleteo y por supuesto, la de moda: las bandas del asalto a los camioneros en carretera y la estafa a los desprevenidos, incautos y confiados conductores citadinos a quienes persuaden con urgencia por «llevar las llantas dañadas» apareciendo en el acto los «mecánicos» y «repuesteros» samaritanos para ofrecerles la reparación y los repuestos «originales» al relámpago; el ingenio del hampa vulgar de estrato cero, es francamente admirable y la «tumbada» a sus víctimas suele ser millonaria.

¿Cómo los atracadores actúan en nuestras calles, a sus anchas, a plena luz meridiana y delante de tanta gente sin que pase nada?

La sensación, que es dramáticamente real, invade el espíritu de los ciudadanos al vivir y en carne propia, la triste y dramática experiencia de un asalto a mano armada, un raponazo, una bolsiqueada, una timación (que está a la orden del día) por una banda de unos campaneros, supuestos mecánicos y sus ayudantes e incluso -como para Ripley- de un vendedor de repuestos, ante la mirada indiferente de los transeúntes espectadores que miran, murmuran pasito y siguen su camino sin chistar.

El mandato constitucional, particularmente en el Artículo 2, que trata sobre el deber de las autoridades a garantizar la vida, honra y bienes de los asociados, suele ser un romántico saludo a la bandera.

Lo mínimo sería creer y esperar que la inteligencia de los encargados, al asomo del actuar delincuencial en las calles, actuaran con prontitud y contundencia frente a los facinerosos que se instalan en cualquier esquina y como si lloviera.

Sabemos que no resulta fácil la colosal tarea contra la llamada «delincuencia callejera», pero resultaría esperable que se le pusiera freno a la desfachatez de los granujas que además atacan a los más vulnerables, confiados y despistados transeúntes; todo lleva a creer que el hampa criolla no temen a nada ni a nadie.

Mejoraría la percepción de seguridad, si al menos, cuando se logre atrapar a estos bellacos de la lucrativa industria del crimen, los presenten en los medios no con los «rostros» del trasero, sino los muestren de hocico entero, los judicialicen y los aparten de la sociedad. El reto mayor sería atraparlos «in fraganti».

Los ciudadanos tenemos derecho a la libre circulación, sin el pesado piano imaginario del temor y del terror a la ratería infame de cada día.

¡Atrápenlos ya! Por «vía suyita» sumercé.

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