LAS 7 PLAGAS

Por Lizardo Figueroa
Asomándonos a las lecturas del Éxodo, conocemos que Dios quiso dar tremendas lecciones de su poder al Faraón Ramsés II, buscando la liberación de los israelitas; se lee que fueron siete plagas, aunque en realidad se padecieron diez.
En la historia de lo que hoy es Colombia y guardadas las proporciones, razones y circunstancias de tiempo, modo y lugar, como dicen los abogados, todo apunta a considerar que el martirio de nuestra atormentada patria no ha sido producto del enfado del Supremo Creador, ni más faltaba, aunque bien pudiéramos esperar su misericordia para liberarnos no de siete, ni de diez, sino de cualquiera de estas cifras, pero elevada a alguna potencia.
Muchas plagas vendrían al cuento; desde las menos dañinas hasta las más letales. Aproximémonos a ciertas desventuras.
La peste de la corrupción y latrocinio de muchos políticos y burócratas alcahuetas y venales, cooptadores enquistados en los órganos del poder, desde la naciente República, hasta nuestros días.
Ha sido toda una historia de raponeo de los recursos que a todos pertenecen, que se volvió parte del paisaje y de contera, aunque con excepciones honrosas, todo da para creer que a nadie importa. Nunca nuestro pueblo supo ni aceptó que el dinero de la tesorería nacional, que se embolsican los cacos de corbata, es suyo y de su familia; esta ignorancia ha hecho que los despojados elijan, reelijan y vuelvan a reelegir a sus distinguidos saqueadores. Casos se dan de congresistas apoltronados en sus curules durante 20, 30 y hasta 40 años. ¡De no creer!
La plaga de la violencia política generada por múltiples actores, partidos y movimientos es un lastre desventurado que ha saturado de tumbas nuestra extensa geografía; millones de viudas y huérfanos ha dejado este fratricidio infame que tristemente parece estar vigente.
La plaga del desprecio por la vida del prójimo. Los índices de muertes por homicidios en Colombia figuran entre los más altos del mundo; aquí se siega la existencia humana por robar un celular, por una infidelidad, por una deuda impagada, por un conductor borracho, por una riña entre hermanos el día de la madre, hasta masacres en masa por venganzas y ajustes de cuentas.
La plaga del odio politiquero, que otrora y hasta nuestros días, ha matado impunemente la fraternidad, el sentido de patria y del cual sólo salen victoriosos sus ilustres determinadores; ríos de sangre han costado las malquerencias estúpidas entre millones de hermanos.
La plaga de la mala fe y de la trampa. El tumbar al que se deje en los negocios se volvió virtud perversa que se aplaude. La mala fe es parte de nuestra cotidianidad; desde la leche «bautizada» de ciertos quesos, la mala calidad de tantos productos costosos, el buena gente codeudor que queda en la calle por solidarizarse con el amigo incumplido, el tumbe a quien presta dinero que nunca se pagó, el agiotaje abusivo, el gota a gota, los abusadores de todas las confianzas, en fin, la cultura del tumbador y vividor que sabe de las precariedades de la justicia para hacer sus fechorías.
Las plagas de la ignorancia y el hambre, que conminan a la miseria, inanición y humillación a tanta gente humilde; la misma que emboca a la delincuencia «de menor cuantía» al raponeo, al asalto y al atraco callejeros.
Y la plaga de la mugre, por desgracia enquistada en la población más vulnerable, causa y razón de la insalubridad y la muerte prematura de infantes todos los días; alguien afirmaba que dos desgracias identifican a todos los pueblos subdesarrollados del planeta: la pobreza y la mugre, que son como la uña al dedo, como la barca y su timón; inseparables.
Los paliativos que pudieran mitigar los efectos de estas plagas en el organismo social lamentablemente no están a la mano; solo una profunda revolución educativa que rescate la formación en valores, respeto y principios de vida, que, por desgracia, para su implementación, está en las manos de la burocracia indolente a quienes no conviene, genera una desesperanza desoladora.
La conciencia de quienes tanta ignominia les causa dolor de patria pudiera acaso, darle horizonte a 60 millones de almas.
A la fecha, ha de decirse que, para infortunio de este país, no hay en el horizonte próximo quién proponga algo creíble, que cautive y conmueva, que ilusione siquiera, nada importante, nada.
Esta sensación de orfandad y desesperanza republicana no se puede ignorar y preocupa. Cabe esperar que se alineen los astros y vengan mejores tiempos para esta querida tierra, a veces tan lejos de Dios y tan cerca del caos.