¡MANOS ARRIBA!
Es un tema recurrente que mueve a la indignidad y al dolor de patria. No hay semana que no estalle un escándalo por temas de corrupción en Colombia y a la siguiente, otro mayor que opaca al anterior.
Esa tragedia nacional se volvió paisaje; el ruido mediático de hoy será superado por el de mañana en una especie de espiral infernal sin fin. Las cifras que los medios difunden sobre los dineros públicos que desaparecen por las fisuras de las trampas de la delincuencia burocrática escandalizan.
Ya no se habla solo de millones sino de billones y billones de pesos que figuran en los contratos, contabilidades, órdenes de pagos y recibidos a satisfacción, pero que no se ven materializados por ninguna parte; se esfuman como por encanto; simplemente desaparecen sin que nadie lo advierta o conocidos tarde, cuando ya pase el bochinche y como en Macondo, todo se olvide.
Apropiarse de lo ajeno, esa costumbre heredada de los Imperios europeos desde el Siglo XVII permanece intacta y es causa eficiente de nuestro subdesarrollo.
El erario a todo nivel está en el centro de los apetitos de algunos servidores estatales, de ladrones ilustrados y avezados en el arte de embolsicarse buena parte de los presupuestos; el fisco convertido en botín.
Y no es de ahora. Desde tiempos remotos, Colombia fue capturada por ciertas y desvergonzadas clases sociales adornadas con supuestos abolengos heredados o inventados, títulos y apellidos que se dieron a la febril tarea de organizar todo un tramado y entramado leguleyo en la carpintería de la República, para reservarse privilegios y posesiones sobre lo que a todos pertenecía, excluyendo en todo caso al resto de la población, a quienes resolvieron dar el rol perpetuo de súbditos, de servidumbre, de electores y de escalera a los nuevos trepadores sociales, al estilo de Madame Bovary, la Emma sin escrúpulos de Flaubert.
Pareciera que, en muchos casos, millones de compatriotas hubieren tenido la predisposición a doblar la rodilla, a hacer genuflexiones, a tener amos y señores a quiénes rendir pleitesía.
Los vividores y avispados con algo de poder, siempre han actuado guiados por la avaricia y la gula, abriéndose campo generalmente a codazos y a la fuerza para conseguir territorios, riquezas, bancos, medios de producción y cualquier asomo de poder y figuración, siendo la politiquería el camino más expedito.
Esa proclividad heredada -y cultivada con esmero- a echarle uña a lo ajeno, especialmente al dinero del erario usando el poder político, se quedó en el alma, en los hígados y las uñas de la descendencia latina.
Esa práctica, la ratería infame es la peor pandemia. El país es una Oda a la trampa, al torcido, al tumbe, al «atraco legal», a la coima, al saqueo, al latrocinio.
En el imaginario ciudadano se percibe que en la democracia incipiente que tenemos, todo voto en cualquier corporación tiene un costo. Y cada contrato, cada compra, desde una puntilla hasta una hidroeléctrica lleva implícito un tumbe.
Frente a esta desventura, Colombia ganó desde hace centurias el Reinado Universal de la Impunidad.
Sin embargo, ha de decirse en justicia y aunque parezca mentira, que hay funcionarios ordenadores del gasto que por principios éticos, por dignidad o miedo no roban; prefieren su casa a las frías paredes de la cárcel; los que no se tiran su vida y la de su familia por el dinero mal habido; los mismos que van por la vida con la frente en alto sin despertar sospechas; pero infortunadamente esta especie en vía de extinción es escasa y sobrevive a la cleptocracia arrolladora que apaña plata sin escrúpulo y sin vergüenza a raudales todos los días de todos los meses, de todos los años y por los siglos de los siglos.
Por Lizardo Figueroa