Opinion

LA TRAGEDIA DE LAS OBRAS MAL HECHAS

Por Lizardo Figueroa

Un reto mayúsculo: muéstrenme una obra pública en Colombia,  que se haya contratado y ejecutado estrictamente con el dinero pactado según los costos normales del mercado, sin adiciones presupuestales, otros sí, etc. en el tiempo establecido, que haya quedado muy bien hecha, con materiales de la mejor calidad, con personal altamente calificado, que permanezca en servicio por un tiempo razonable, que la ciudadanía se beneficie, esté plenamente satisfecha, que de verdad agradezca y sobre todo que haya estado blindada del saqueo perverso del erario.

Adecuar la infraestructura del funcionamiento de la nación es una tarea de forzoso cumplimiento; ni modo.

Sin embargo, esa tarea indispensable, infortunadamente debe hacerse de la mano de seculares costumbres y mañas que más allá de la legalidad, se volvieron costumbre; el virus de la contratitis, sin la cual nunca se podrá sentar un ladrillo o echar una palada de tierra siquiera, la tramitomanía apenas sufrible, que implica para los contratistas servirse de «padrinos» aquí y allá en la burocracia de turno, para mover al monstruoso paquidermo reumático del Estado, de no pocos funcionarios que no funcionan, en la mira de terminar la calle o el puente donde no hay río.

Los granjeos y albricias de oficina en oficina, de ventanilla en ventanilla, tramitando documentos, firmas, sellos y estampillas es un martirio que solo los expertos en esas lides pueden superar.

Al parecer en Colombia, las coimas se volvieron requisito indispensable para comprar desde una puntilla hasta la construcción de una refinería.

Pero el punto central de este comentario, se refiere a que en nuestro país se volvió normal que los enseres, muebles, inmuebles, carreteras, calles, etc. sean una alegoría a lo mal hecho; duran muy poco, un breve tiempo después de las algarabías, la pólvora, las fotos, cortes de cinta y discursos.

A poco asoman los imperfectos, las goteras, paredes húmedas, taponamiento de tuberías, grietas, cráteres, colapsos, puentes caídos, inundaciones de vías por falta de hidrantes, fractura de taludes, señalizaciones que se borran, reductores deshechos y las joyas de las coronas: las pésimas pavimentadas del común de las calles, que con las lluvias de invierno delatan la mala calidad y la mínima capa asfáltica, que convierten este espacio público en un remedo casi exacto a los cráteres lunares.

Se invierten millonadas de nuestros impuestos en obras y programas que se evaporan y nadie reclama. Las interventorías en muchos casos no pasan de ser un chiste.

Los ciudadanos del común solemos ser ajenos e indiferentes al drama de la chambonería, desconociendo que el dinero invertido sale de nuestro bolsillo.

Hay utensilios urbanos en los que se invierten importantes presupuestos que no se utilizan; los paraderos de transporte público son un ejemplo; están ahí pero no se utilizan, dada la indisciplina de los usuarios; se ganarían la Cruz de Boyacá tal vez o cualquier reconocimiento o distinción especial a las autoridades que logren siquiera un asomo de cultura cívica en el uso civilizado de las zonas de paraderos.

Y así, la indolencia, el descuido y la pereza de funcionarios que se traducen en incomodidades, pérdida de tiempo y traumatismos en el diario vivir de los urbícolas, como el caso patético, la cereza del pastel, que pone a prueba la paciencia de propios y visitantes los fines de semana y puentes festivos, por el monumental atasco vehicular por culpa de tres cráteres lunares que llevan meses, a la altura del Colegio Silvestre Arenas de Sogamoso, en pleno corredor turístico que recorren los viajeros que visitan la llamada ruta de la carne, los postres, restaurantes, piscinas y verdes naturales de la ruta al Lago de Tota; la descuidada vía  que pareciera no tener dolientes.

Mejores vías, bien hechas y conservadas en nuestras ciudades y provincias, sin la peste del «mal hecho» sería esperable.

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