Opinion

ODIO, LA PEOR CALAMIDAD DE COLOMBIA

La Real Academia de la Lengua define el odio como «el peor infortunio que alcanza a muchas personas».

Los filósofos, los psicólogos, los psiquiatras, las éticas, las religiones, el arte, etc. se han ocupado de este sentimiento nefasto de la especie humana. Amar como odiar son connaturales al homo; en las bellas artes, el teatro es tal vez el que puede expresar con más propiedad esas condiciones que derivan la alegría y la tristeza del gesto humano.

A veces se quiere lo que se cree odiar o se odia lo que más se quiere; he ahí las paradojas del corazón o del hígado.

Colombia, desde que lo es, siempre ha sido martirizada por todo tipo de odios, ya sean personales, entre familia, por razas, credos, clases sociales y por supuesto, por política.

Muchos líderes a lo largo de la historia y en varios contextos, entre ellos el nuestro, desde siempre supieron manejar con especial perversidad ese sentimiento de antipatía, repulsa, rechazo y venganza hacia quienes no nos simpatizan ni se identifican con nuestras ideas, creencias, gustos o inclinaciones políticas.

Somos un triste ejemplo de intolerancia ante el mundo, que ha generado fisuras, rompimientos y fracturas destruyendo la sociedad a través de odios, malquerencias y resentimientos entre conciudadanos, entre hijos y hermanos de la misma patria, aupados por intereses y mezquindades sin escrúpulos.

Resulta de verdad lamentable que un conglomerado social de 52 millones de habitantes naufrague en un mar de violencias de todo tipo, particularmente politiqueras, en donde quienes invariablemente ponen la mayoría de votos en elecciones, son los mismos huéspedes de las casas de cartón, los ranchos campesinos, palafitos y cordones de marginalidad.

No habría que hacer mucho esfuerzo para saber a quiénes ha resultado rentable en las urnas mover tantas pasiones partidistas.

Las precariedades de todo orden en amplios sectores de nuestra sociedad, como la ignorancia y el hambre, han sido aprovechadas con creces en beneficio particular, de partidos, apellidos, etc. en claro detrimento de todos. Que se sepa, nunca en la historia republicana el recinto del parlamento había sido escenario de tanta cosa maluca, bochornosa, realmente fea, transmitida en vivo y en directo por todos los medios.

Hoy la ciudadanía observa estupefacta en qué termina su voto y en algunos casos a quiénes eligieron movidos por unas promesas de campaña, que se desdibujaron sin rubor ni pena una vez elegidos.

El triste, lamentable, infame y burdo espectáculo de un parlamentario negando conocidas realidades de espanto que la justicia estableció y de varios de sus protagonistas confesos, es un ejemplo patético del actuar movido por el odio visceral.

La sociedad decente del país está hasta la coronilla con este espectro tóxico que no solo mantiene al país en el subdesarrollo, sino que lo hunde y devuelve a un pasado de pesadilla y de vergüenza.

Quienes aún creemos en las instituciones, estamos en mora de exigir a los protagonistas de la histeria política colectiva, que en un mínimo acto de pudor y de respeto, o en compensación por sus privilegios de poder al elegirlos, guarden la compostura comportándose al menos con el decoro que exige su investidura.

A esta carrera de «ansiedad somática» diaria, tristemente contribuyen y de qué manera algunos medios.

Y mientras, el 46% de quienes están habilitados para sufragar, pero no lo hacen, justifican su ausencia de las urnas pretextando su desencanto viendo y soportando esta especie de «ring» de 1.142 Km2 en que los «odiadores» han convertido al territorio nacional.

Por Lizardo Figueroa

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