Opinionpor: Rafael Mejía A.

Lo que natura no da…

Cuentan que una vez se encontraron la Verdad y la Mentira. La Verdad era discreta, sencilla y elegante: su ropaje era sobrio y mantenía siempre un delicioso olor a limpio. Por el contrario, la Mentira era escandalosa y solía vestirse con ropas arrugadas, sucias y malolientes. La Mentira invitó a la Verdad a dar un paseo por el campo, y como el clima era caluroso, la llevó a un lago donde se despojó de su ropa, se lanzó a nadar e invitó a la Verdad a hacer lo mismo. Pero apenas la Verdad se lanzó al agua, la Mentira tomó sus ropas y huyó. Cuando salió a pasearse con la ropa de la Verdad, la sociedad se dividió: Unos pocos decentes la rechazaron de plano; otros hicieron la vista gorda y a pesar de saber que era una mentira disfrazada decidieron desentenderse; a los más osados no les importó y, al contrario, a sabiendas de que era un fraude, la hicieron parte de sus vidas. Mientras tanto, la Verdad tomó la sabia decisión de no vestir las ropas de la mentira y prefirió salir así. Cuando la vieron, la mayoría se horrorizó y la censuraron, pues hipócritamente preferían una mentira disfrazada de verdad que la verdad desnuda.

Una pregunta sencilla: después de la andanada de mentiras, calumnias ‘equivocaciones’ y falta de rigor de los medios tradicionales, ¿habrá todavía incautos que les creen? Pienso que la mayoría de los colombianos está en el segundo grupo de la anterior fábula pues aun sabiendo que son mentiras disfrazadas de verdad, prefieren mirar para otro lado y no investigan, no contrastan la información o se conforman con quedarse sólo en los titulares, o peor, leer los resúmenes y opiniones en cadenitas chimbas de Whatsapp u otra red social.

En días pasados la reconocida periodista María Jimena Duzán -que se me salió del alma- le pidió públicamente, a través de una carta abierta, al presidente Petro que reconociera si tiene alguna adicción e insinúa que sus malos manejos de la agenda, con sus consabidas llegadas tarde o ausencias a actos públicos, se deben a que está enfermo pues ser adicto es una enfermedad y de una le refriega “déjese tratar”, o sea ya lo diagnosticó y ya le tiene el remedio. Las redes lo etiquetaron como periquero, alcohólico y otras sandeces más y de remache llega María Jimena a sugerir una estupidez más y en tono de cura de pueblo le aconseja que “la adicción es un problema de salud que afecta a muchos colombianos y aceptarlo no es ni pecaminoso ni es una falla moral, tampoco es una tara”. Si no es una falla moral ni pecaminoso ni una tara, ¿por qué espetárselo a grito herido como en una plaza de mercado? 

Hacerle esas temerarias insinuaciones públicas a cualquier persona es un acto de una bajeza miserable que en una persona de la talla de María Jimena resulta francamente desconcertante. Hay canales de cortesía y de consideración para tratar ese tipo de tribulaciones como invitarlo a una entrevista o mínimo enviarle una carta privada donde la periodista pueda comenzar a hacer una investigación seria. 

Yo no puedo gritarle a los cuatro vientos desde la azotea de mi casa las supuestas faltas, indelicadezas e intimidades a una persona y comenzar de una vez con el remiendo diciendo que “lo hago desde el respeto y la consideración”. No, pues tan considerada la señora.

Hay cosas que desde el hogar se aprenden y si no fue ahí, no fue nunca. Recordemos a don Miguel de Unamuno, a quien le atribuyen esta frasecita: Lo que la natura no da, Salamanca no lo presta.            

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