Opinion

ÉSTO SÍ ES VIDA

Por: Rafael Antonio Mejía Afanador 

¿Quién no recuerda los famosos jueves de Runta? ¿O la marranada en Corrales, también los jueves? Eran programas no aptos para hipertensos o predispuestos a enfermedades cardíacas: imagínense, comenzar con un cuchuco de trigo escoltado por tremendo pedazo de espinazo, y encima una súper picada con papa criolla, longaniza, chorizo, morcilla y todos los etcéteras que tiene el cerdo… Con sólo ver un plato de ésos, del tamaño de Empire State, se le espantaba a uno el hambre. Yo solía preguntar, ¿y esto para cuántos es? Eso es para sumercé solito –contestaba la mesera, imagínense. 

Recuerdo que una vez mi padre, don Grabiel, me invitó un jueves a un runtazo en Tunja. Íbamos a encontrarnos con el entonces senador Jorge Mojica Márquez y con el también entonces representante Enrique “el Mechudo” Molano. Para ser sinceros, de lo que más me acuerdo es de verlos a todos con los dedos y las manos arremangadas chorreando grasa. Y como los tres personajes que estaba yo acompañando le jalaban bien duro a la política -sobre todo los parlamentarios- eran más conocidos que el carro del gas y entre charlita y saludadera les daban su encime y ellos, ni cortos ni perezosos, se le medían a otro muelazo de lo que fuera, de chicharrón para arriba.

Algo de curiosidad me causaba, eso sí, es que ninguno de los dos padres de la patria entraba con un ejército de guardaespaldas. Tampoco se veían montones de policías ni cordones de seguridad ni nada de esas vainas, todo era de tal tranquilidad que alcanzaba yo a pensar, pero ¿quién se va a encartar con este par?

El gusto está en la muela, decía mi amigo Carlos Riveros. Y, a decir verdad, tenía toda la razón. En algunos diciembres nos empacábamos en un bus e íbamos a aterrizar a Tocaima, pues mi madre era de allá. 

Arrancábamos de Paz de Río a las 5:00 de la mañana. En aquel tiempo no había viajes en bus: eran auténticas excursiones. El bus se gastaba casi siete horas hasta Bogotá. Y todos tranquilos, cero estreses, llegábamos a Belén de polvo hasta las orejas. Pero frescos, ese polvo lo bajábamos con uno de esos famosos helados que aún venden en la bomba cercana la salida para Susacón. En Duitama tocaba echar caldo con costilla y huevo perico con almojábana donde don Rosendo, y así, en cuanta parada había, el conductor se estacionaba y a comer se dijo. Ya imaginarán lo que sucedía con semejante cantidad de comida en la panza de un niño. Para las embarazadas el paseíto era toda una tortura, pues del chofer en adelante, casi todos se subían con el cigarrillo prendido y todo ese aroma combinado con el guiso de las papas chorreadas y gallinas verde que vendían en Chocontá o en Sopó… ni para qué seguir.

A Tocaima arribábamos en tren. Allá nos esperaba siempre un taxi de propiedad de un señor Soto, (“Sotico”) que tenía vínculos con Paz de Río. El que se arriesgara a echar pata desde la estación hasta el pueblo corría el riesgo de llegar deshidratado bajo los inclementes 30 y pico de grados. Nosotros, de tierra fría, llegábamos directo a la regadera, comíamos algo y a la piscina.  

Con el tiempo, mi padre compró un Renault 6 que le pertenecía a Hernán Acosta, quien a su vez se lo había comprado al doctor García, uno de los médicos fundadores de la Clínica El Laguito de Sogamoso y cada vez que se podía nos echábamos la rodadita hasta Tocaima. Ya con carro, uno de los programas favoritos de la navidad o año nuevo era ir a conocer pueblos cercanos a Tocaima. Así conocimos Agua de Dios, tierra que dio albergue al maestro Luis A. Calvo, Nilo, Viotá, Anapoima y Apulo.

En este último pueblo acostumbrábamos a ir tras los deliciosos huesos de marrano guisados mágicamente con especias secretas y, obvio, muy naturales. Lo bueno es que los podía uno sacar directamente de la olla. Como en ese tiempo no había restricciones por manejar con un par de polas, pues bajábamos el banquete con par frías sentados en un andén y escuchando la música del carro a un volumen más que prudente.

Jamás olvidaré la frase que pronunciaba mi papá cuando terminaba su faena alimenticia seguida de un bien disimulado eructo: “Esto sí es vida, no como la de los hijue… ricos”. No es que se le tenga resentimiento a la gente adinerada, a la gente emprendedora, a la gente hábil para los negocios, a los de buenas, no, ojalá tengan más. 

La cuestión es de perspectiva. A lo que en verdad se refería mi padre es que teníamos el capital más querido, más anhelado y más escaso en los adinerados: la tranquilidad. Agregaba, “qué rico poder salir sin que esté uno con el miedo de que lo roben, porque, además, qué le roban a uno. Esos tan tan tán (impublicable) ricos deben estar ocupados contando su plata mientras nosotros estamos aquí con la tripa al aire comiendo huesos con la mano.

Tenía razón. Tal vez por eso me resulta incomprensible la vida del mayor terrateniente que tiene Colombia: a donde vaya le gritan literalmente de todo, tiene que andar con un ejército de guardaespaldas (y eso que lo quieren mucho), con cordones de seguridad en cada sitio que visita incomodando a los demás y ahora en un juicio tener que estar sentado seis o más horas frente a una pantalla esperando un milagro o urdiendo uno. 

Dicen que uno debe vivir afrontando las consecuencias de lo que hizo o dejó de hacer. Si, como en las Mil y una noches, se me apareciera el genio de Aladino, seguramente no le pediría esa desgracia de la cantidad exagerada y grosera de bienes materiales. 

De pronto al geniecillo le pediría yo tranquilidad en todos los aspectos para poder decir, como lo hacía mi padre: “Esto sí es vida…”      

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