Opinion

LA URBANIDAD PERDIDA

Por Lizardo Figueroa

Vivimos y nos servimos de ella de mil maneras, pero la maltratamos sin piedad.

La historia nos cuenta que nuestra condición gregaria nos llevó a salir de la caverna y a vivir con otros, a sentirnos parte de grupos; un día de la primigenia sociedad advertimos nuestra fragilidad en la individualidad y acudimos al otro en busca de compañía y ayuda.

Nace entonces la pequeña aldea y con ella se inicia la incipiente interdependencia comunitaria para superar necesidades básicas como la provisión del agua, el trueque de alimentos desde la agricultura y los rebaños, la ayuda mutua en la enfermedad con hierbas y esencias, la construcción de viviendas en el bahareque, la tierra, el calicanto, la piedra, etc.

Todo evolucionó con el tiempo hasta llegar al hito de la polis griega, la Ciudad- Estado de Atenas, cuna de la cultura occidental.

Fueron impresionantes brincos históricos de organización social que sucedieron hasta construir hoy mega ciudades, metrópolis que albergan millones de vecinos que terminan siendo sólo cifras estadísticas de densidad poblacional.

Colombia es parte de ese devenir que pasó de la antigua tribalidad, después a la ruralidad, a los corregimientos y pueblos hasta la territorialidad de las llamadas ciudades intermedias y grandes capitales.

Los colombianos nos volvimos urbícolas tan rápido sin darnos cuenta; la bella vida provinciana hoy es incluso un referente y atractivo turístico.

Boyacá es una combinación singular de importantes ciudades con gran desarrollo urbanístico, comercial e industrial y una reserva encantadora de vida sencilla, paisaje y verdes naturales en nuestras villas y poblaciones ajenas al mundanal ruido.

Sogamoso es reconocida como una de las más importantes ciudades industriales, mineras y de comercio del país; hoy es cosmopolita, es decir, el sitio en donde muchos migrantes encontraron su refugio familiar, sus oportunidades de progreso, su buen vivir; la Ciudad del Sol ofrece buenos niveles de bienes colectivos y de servicios que la hacen «un buen vividero».

Sin embargo, en la medida que aumenta exponencialmente su población, se deterioran aspectos tan importantes como la convivencia, el sentido de pertenencia, el civismo y el cuidado con nuestra aldea grande; hay que reconocerlo, no somos cuidadores de nuestra casa común; los enseres y mobiliario, que es de todos, como ciertos edificios públicos y de patrimonio cultural y deportivo acusan abandono y mal estado.

La ola invernal delata la mugre que tapona los hidrantes de aguas lluvias en las calles; muro público disponible y sin dolientes es ocasión propicia para el mal gusto de los afinados aerosoles de algunos muchachos; la indisciplina en el uso del transporte colectivo es aterrador; no respetamos los paraderos; el mal parqueo es la constante en el atasco vehicular; cualquiera parquea en donde le venga en gana.

La inseguridad es un martirio permanente. La movilidad es aparatosamente sufrible, máxime cuando cada quien impone su ritmo.

En fin, hemos de asumir la condición de modernos urbícolas; lamentablemente a pesar de no contar con educación cívica, urbanidad y comportamiento, áreas de estudio que algunos sabios del Ministerio de Educación resolvieron borrar del plan de estudios en los colegios.

Es nuestra ciudad, la que nos alberga, la misma en donde quizá nacieron nuestros hijos y en donde, tal vez, concluya nuestra existencia.

Decidamos cuidar a Sogamoso; se lo merece.

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