Madre, sólo una
Por Rafael A. Mejía Afanador
Llevamos como pueblo más de 60 años ahogándonos en un mar de sangre, algo bastante triste; pero aún más triste que el 2 de octubre de 2016 nos dieron la oportunidad de no seguirnos matando y la rechazamos para seguirnos matando y, para colmo de males, hacemos del Día de la Madre, la que nos dio la vida, la fecha con más homicidios en el año. Esto da mucho para pensar.
Lo que les voy a relatar sucedió en un lejano 11 de mayo de 1996, domingo y para más señas Día de la Madre, para ponerle más condimento a la historia.
Para esos buenos tiempos, nuestro amigo de muchas luchas, Fabio Alejandro Mariño, boyacense de pura cepa, recientemente nombrado como miembro de Consejo Superior de la Universidad Militar Nueva Granada, estaba dirigiendo, en Sogamoso, un exitoso programa de la Presidencia de la República llamado Bachillerato entre Adultos, destinado a otorgar el título de bachiller a los reinsertados del acuerdo de paz del gobierno Barco en 1990 con el M-19.
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La verdad sea dicha, no se presentaron reinsertados al programa, así que se destinó para empleados y funcionarios del Municipio de Sogamoso y otras entidades, como el Hospital Regional, que venían cumpliendo con sus labores sin haber optado aun por el título de bachiller.
Obviamente, la expectativa fue enorme. En algunos casos fue de temor, pues este fue y sigue siendo un país en blanco y negro que no permite matices y con un arraigado clasismo, adobado con algo de racismo e intolerancia. Aun así, el programa arrancó con capacitación para el cuerpo docente por parte de Fabio, y en convenio con los Lasallistas, de la mano del hermano José Orlando Ugarte Lizarazo quien lideraba el Politécnico Álvaro González Santana.
Uno de los grupos de inquietos noveles estudiantes era el de los trabajadores de base de la administración municipal y de la empresa de servicios públicos Coservicios. En el lenguaje de los jóvenes, estos muchachos eran todos unas ‘caspas’, no aptos para tenerlos de cuñados y menos de yernos.
La alegría de volver al colegio, de hacer tareas, investigar y preguntar fue el combustible que encendió la chispa que llevó a estos jóvenes, hombres y mujeres entre los 30 y los 62 años a disfrutar de la alegría de estudiar.
Para muchas damas, este regreso al colegio representó un cambio de paradigma en su rol como amas de casa. Qué viva la emancipación: A muchos hombres les tocó los sábados y domingos, a regañadientes, vestirse el delantal, coger el cucharón, la escoba y a *‘tocar el piano’ mientras la señora iba a estudiar.
Ese 11 de mayo que les cuento en el comienzo de esta historia, teníamos como parte del menú el tema de la lírica. Yo, al frente de mis muchachos, en mi clase de Castellano, hacía gala de la lectura de poemas de Bécquer, de García Lorca y otros autores que me permitieron mostrarles a mis chicos que el lenguaje no es sólo para cosas cotidianas y utilitarias sino también para demostrar afecto y expresar nuestros sentimientos con hermosas palabras bien escogidas.
Después de toda esa carreta, vino un ejercicio para verificar si algo les quedó en la cabeza. Bueno muchachones –les dije yo, vamos a poner en práctica lo que aprendimos. Vamos a escribirle un poema bien hermoso al ser que nos dio la vida, con metáforas, símiles y las palabras más bonitas de nuestra lengua. Se frotaron las manos como para una competencia y ¡a escribir se dijo!
Más o menos en unos 45 minutos, los primeros ya tenían síntomas de haber acabado, sin embargo, dejé completar la hora y comencé a preguntar si había algún voluntario. Estos muchachones cuyo mayor personaje tenía entonces 62 años, ahora sí lucían acobardados y miraban disimuladamente para otro lado para no tener que leer en público su poema. Comenzaron a señalarse mutuamente, y a ofrecer comedidamente como voluntarios a los vecinos… hasta que el ofrecimiento llegó a don Polo, el de los 62 años.
Don Polo siempre vestía su impecable conjunto de chaqueta y bluyín y su cabeza estaba adornada por un sombrero, cuyo porte dentro del aula me lo había solicitado desde el primer día de clase con la mayor ceremoniosidad.
—Profesor, yo ya soy un viejo de 62 años y fui criado en el campo con este sombrerito, usted sabe, para el sol, y además me tapa la calva. Se quitó el sombrero y se veía su cabeza de dos colores, el más oscuro, precisamente por la acción del sol. Entonces, mi estimado profesor, le solicito respetuosamente que me permita recibir las clases con el sombrero.
—Por supuesto —respondí yo— ni más faltaba, don Polito. A quien sus amigotes llamaban en son de chanza “el abogado”, pues gustaba de leer sobre temas jurídicos y hablaba con elocuencia y seguridad.
Pues cómo les parece que después de ser señalado a la brava por sus compañeros para pasar a leer el poema, don Polo se resignó y con cara de perrito regañado pasó al frente, se ajustó su sombrero y arrancó.
Lo primero que hizo fue tratar de contener una furtiva lágrima que tercamente quería conocer el mundo a pesar de que don Polo se refregaba el ojo y la escondía sin compasión alguna…
Acto seguido, y en medio de un silencio tenso y expectante comenzó con voz trémula a leer: “Hoy que estás en el cielo, querida mamita, cuándo ibas a imaginar que a los 62 años tu hijo Hipólito, que tantas veces te dio mucho qué hacer, por fin te daría la satisfacción y orgullo de ser casi todo un bachiller (…)” Y rompió en llanto.
Lo curioso es que quienes anteriormente no querían pasar, ahora sí pedían frenéticamente la palabra. Y a medida que pasaban, más llanto, pues gran parte de ellos tenían a la mamita fallecida. No sobra decir: todos terminamos llorando. Hoy, que cargo a mis espaldas la misma edad que el Polo Rodríguez de ese entonces, recuerdo con nostalgia cuando lloré por una madre ajena, hoy, que tengo que llorar la mía.