OpinionPor: Jorge Armando Rodríguez Avella

Mediocre final con aspirantes a la segunda vuelta (Si hay…)

MEDIOCRE FINAL CON ASPIRANTES A LA SEGUNDA VUELTA (Si hay…)

Las masas populares –término que desprecian los analistas políticos de gran pedigrí— están divididas entre Federico Gutiérrez, Gustavo Petro y Sergio Fajardo. En cuanto a Rodolfo Hernández es difícil creer que sectores barriales, campesinos o indígenas le copien su discurso. Tal vez en Bucaramanga, por uno que otro alcantarillado o acueducto o en Bogotá en los alrededores del centro, podría contar con algunos centenares de votos. En el resto del país con dificultad. En cambio, en el sector que sí logra obtener su caudal es en el cada vez más reducido segmento de la clase media urbana.

Esa clase media urbana, que se ufana de depender únicamente de sus actividades comerciales o profesionales, es quejumbrosa de la corrupción y despreciativa de los políticos –porque, según su criterio, ‘todos son iguales’— también es orgullosa de sus ingresos sin acudir a los políticos. Esta clase –desclasada diría un marxista— es pedante, sobrada, es la misma que en Bogotá eligió, en el 2000, a Luis Eduardo Díaz como concejal, quien se desempeñaba como lustrabotas en la capital. Luego, ‘Lucho’, se presentó para el senado y como relata el portal las2orillas.com (12 de febrero de 2019): “Logró reelegirse para el senado en octubre del 2003, pero la gloria le duró poco: un juez le revolcó su pasado y terminó destituido recién posesionado a comienzos del 2004. Lucho había sido condenado en 1984 por robarle un farol a un carro”. Hasta aquí le llegaron la gloria y la fama.

Con Hernández puede suceder lo mismo, está imputado por delitos de corrupción. En el país ha hecho carrera el válido argumento santanderista –no ético por supuesto— de que como no ha sido vencido en juicio se puede votar por él. Sus argumentos son pobres, dice luchar contra la corrupción, pero esquiva las preguntas sobre el cómo; emplea un lenguaje facilista y elemental que, unido a su fama de macho cabrío y respondón, le dan el aire de verraco que todo lo dice de frente. Tal vez por esto, el candidato Hernández, puede lograr una significativa votación sin contar con una base popular amplia. Sus respuestas sobre asuntos importantes demuestran que es un verdadero frentero. A la pregunta de qué acciones tomaría para detener el ritmo ascendente de la inflación, sencillamente respondió que como es ingeniero “es que no me las sé todas, trabajaré con los mejores expertos en economía”. Así cualquiera, hasta Duque es presidente.

Una bella síntesis, porque si hay algo característico de la generalidad de los gobernantes colombianos es su falta de formación académica o autodidacta en política, economía, relaciones internacionales, claridad sobre la historia nacional y universal, cultura, etc., etc. Es suficiente observar el número de libros escritos y columnas publicadas, por quienes han sido presidentes. A cuántos de ellos han convocado para desempeñarse, con altura y por méritos intelectuales, en cargos o como conferencistas en ámbitos internacionales. Es la mediocridad la que ha estado, de manera constante y sobresaliente, en la mayoría de las cabezas presidenciales. Poco se sabe de las lecturas del expresidente Uribe o las preferencias plásticas de Pastrana o de sus autores literarios preferidos. En fin…

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En cuanto a Federico Gutiérrez, habría que empezar por aceptar que – por provenir de una zona del país donde son muchos los famosos que portan alias junto a sus nombres— se haga llamar Fico. Su reivindicación de ser, como él mismo insiste, un candidato sin partido ni movimiento, lo deja más en desventaja, porque un país manejado sin ideología ni orientación política determinada, simplemente con buenas intenciones y ‘desinteresadas’, es muy seguro que cae en un riesgo mayor. En su discurso hay una ausencia total de argumentos serios, descuidadamente elaborado, pobre de léxico y con fallas gramaticales. Ese discurso suyo jocosamente nos recuerda aquel cuento inolvidable de García Márquez, Blacamán el bueno vendedor de milagros. Este es una especie de culebrero, hablador y vendedor de milagros, que “tenía la mano de Dios en un frasquito” (Blacamán poseía el frasquito) y que vivía del engaño y de la mentira. Según la crítica literaria lo que quiso poner de presente el escritor es que, en algún momento, las acciones non sanctas ya sean mentiras, estafas, etc. traerán consigo consecuencias adversas y nefastas. En este caso para todo el país.

Ninguna de las características de los candidatos anteriores puede ser comparada con las de Gustavo Petro. Un candidato que a través de su vida y obra –ha escrito varios libros, numerosas columnas de opinión e invitado a dictar conferencias en diversos países—ha demostrado su capacidad intelectual y compromiso social.

La diferencia es enorme. Es atacado fuertemente por banalidades como su particular forma de ser, su carácter o por su manera obsesiva de trabajar. Ha sufrido las más variadas persecuciones: encarcelamiento, tortura, espionaje oficial, multas siderales como aquella –infortunadamente impuesta por un sogamoseño— de cerca 217 mil millones de pesos (¡54 millones de dólares!) y que el Tribunal de Cundinamarca exoneró, como tantas otras demandas en su contra instauradas en los tribunales.

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Petro pocas veces ha sido rebatido de manera coherente en un debate. Cuestionado por los periodistas que, con saña, le preguntan por el uso de zapatos finos, por sus notas en la universidad, por haberse enfermado, por identificar el narcotráfico y las mafias como un problema fundamental del país, etc.

Hubiéramos querido un debate serio con Petro, pero salvo Fajardo (y eso), los otros dos aspirantes a segunda vuelta no dan la talla. Es muestra de que la burguesía colombiana entró seriamente en crisis, se enredó en el narcotráfico, se quedó con él y difícilmente saldrá de ese enredo.

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