MORDIENDO LA MANO DE QUIEN TE DA EL PAN

Colombia es una caja de Pandora; todos los días nos sorprende un frenesí de acontecimientos que se convierten en noticias; algunas son gratificantes y llenan el espíritu, cuyos protagonistas generalmente son deportistas y artistas, mujeres y hombres valiosos, quienes cultivan sus talentos con sacrificio, disciplina y honestidad; también en otros ámbitos de nuestra cotidianidad muchos se destacan por sus méritos y luz propia, aunque pasen inadvertidos y no aparezcan en titulares. Es la gente que genera identidad y orgullo patrio, casi siempre provienen de ascendencia humilde, levantados luchando contra todo tipo de dificultades y talanqueras, empezando por las del mismo Estado.
Gratifica registrar en estos días y como anfitriones, la Conferencia de las Partes del Convenio sobre la Diversidad Biológica en la versión décimo sexta (COP 16) referida esta vez al cambio climático, tema fundamental de la agenda global en el Siglo XXI; dos semanas en que Cali y el Valle del Cauca son focalizados por las autoridades ambientales y políticas del mundo; desde allí mostramos al orbe la belleza del Paraíso de Jorge Isaac.
Pero infortunadamente también suceden noticias que parten el alma, que sacuden la dignidad y la estima del ser colombiano.
Cómo unos artículos del Proyecto de Reforma Laboral que por fin involucraban a nuestros campesinos jornaleros con reivindicaciones elementales y de sentido común como auxilios para vivienda, contratos de trabajo y salarios justos fueron hundidos por los representantes de los partidos políticos tradicionales, «hazaña» cuyos enterradores exultantes de odio visceral celebraron estruendosamente con fanfarria incluida en el mismo recinto del parlamento.
Ser espectadores de estas bellaquerías ultraja la dignidad humana en una sociedad marcadamente clasista como la nuestra.
Y pensar que la población campesina buena, sana, humilde y honesta es la que madruga a votar los días de elecciones.
Solo quien es testigo, como quien escribe esta nota, de la dura brega rural, de cómo los labriegos se parten el espinazo pegados al surco, criando semovientes, ordeñando y tantos otros oficios de finca, de sol a sol, en invierno o verano, llueva, truene o relampaguee, con el sudor en la frente, amaneciendo o en el poniente en la labranza, el trapiche o el potrero, todos los días, con la esperanza de la redención de su trabajo, ilusión que suele desvanecerse cuando llega la venta en la plaza de mercado, con la ruleta del azar de los precios y de la intermediación.
El campesino minifundista está en el nivel más bajo de la pirámide social trabajadora; frecuentemente está mal alimentado, sin techo propio o viviendo en frágiles mediaguas, con asistencia social precaria para sí y su familia; sus hijos se educan en escuelas veredales carentes de todo; nunca tiene asueto ni esparcimiento y en su horizonte de vida no figura pensionarse para solventar su vejez que le llega más temprano por el desgaste físico, en fin.
Dolor de patria que atormenta, justicia negada a los humildes.
Conmueve tanta discriminación y olvido para el campesino.
Solo queda esperar para los causantes de estos desafueros -si acaso les alumbra algo de conciencia- que cuando se sienten a manteles, recuerden el duro trabajo de las manos de quienes cultivaron el pan servido a su mesa.
No morder la mano de quien te da de comer, sería la lección de esta pésima noticia política reciente en nuestro país.
Por Lizardo Figueroa