Opinion

DOS CORTEJOS FÚNEBRES

Por Lizardo Figueroa

Ser peatón citadino es encontrar una caja de Pandora en cada esquina; se asiste a una cantidad de sorpresas por doquier; algunas gratificantes como encontrarse con viejos amigos, tomarse un tinto y en par minutos arreglar el país y el mundo; ser parte del frenesí del tumulto que, como abejas de un panal, camina presuroso con sus afanes a cuestas, en fin, saber que la sociedad fluye, que deviene; de verdad que suelen verse tantas cosas, aunque pocas se miren.

También se aprecian y a veces se viven situaciones difíciles, como ver seres en abandono viviendo de la caridad pública, vendedores callejeros en el rebusque, el tránsito congestionado, la autoridad casi inadvertida representada en algunos policiales, las vitrinas exhibiéndose y haciendo fieros, el raponero experto que asalta al desprevenido cual rayo, el vendedor de ilusiones ofreciendo fortunas de muchos ceros a la derecha con la lotería, el limpiador de los vidrios del carro, las miradas perdidas, el invidente con su lazarillo, la ruidosa ambulancia abriéndose paso, el íngrimo autor de esta columna atracado, humillado y reducido en medio de la muchedumbre indiferente, en fin.

Una tarde de canícula vi pasar dos cortejos hacia el mismo destino; dos difuntos que de seguro en vida uno nació con estrella y el otro estrellado, pero que de todos modos la parca los reunió sin reparar en nada.

El cortejo del afortunado incluía coche fúnebre de lujo, muchos vehículos de alta gama, coronas costosas, deudos y amigos vestidos muy para la ocasión, luciendo gafas oscuras de marca; los agentes del tránsito, solícitos pararon el tráfico a manera de calle de honor desde la catedral hasta el cementerio de verdes jardines.

Más tarde asoma otro cortejo: ocho herederos de deudas y de luto; ningún carro acompañante; cuatro humildes ramos de flores mustias, un carro fúnebre cuya pintura alguna vez fue nueva, haciendo sonar una sirena lastimera, seguido por seis hombres asidos al ataúd tratando de sostenerse para no soltar y 25 grados caniculares sobre sus sudorosos rostros; ningún agente, los acongojados y cabizbajos parientes y vecinos, apresurados caminando sin pausa las catorce cuadras que separan la capilla del barrio hasta el cementerio central.

Sin embargo, ambos marcharon a la misma eternidad, igualmente gélidos, pálidos y mudos, con mortajas sin estrato, escrituras, cuentas bancarias ni acciones de alta rentabilidad; allí, en el panteón de cara porcelana y marfil y en la oscura fosa adornada con una cruz de palo, por fin apreciaron lo que es la verdadera democracia: cero clases sociales adobadas por el dinero; todos valiendo lo mismo, todos convertidos en el polvo que fueron, que serán en el otro toldo y que el olvido y el viento borrarán para siempre.

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