EL CALVARIO DE LA TRAMITOMANÍA
Sería peor la anarquía en el desenvolvimiento social del colombiano si no existieran ciertas leyes con su pesada normatividad.
En últimas, son las reglas las que establecen límites al proclive comportamiento libérrimo que acostumbramos.
La RAE en forma elemental y al alcance de todos, define la ley como «Norma establecida por las autoridades que prohíbe, regula o manda alguna cosa y que debe cumplirse en forma obligatoria»; se agregaría obviamente, que si se incumple, tiene consecuencias de reproche con sanciones penales, civiles, administrativas, laborales, pecuniarias, en fin; tema de dominio de conspicuos abogados.
Es claro que, en aras de la convivencia, debemos evitar lo que expresamente nos está prohibido.
Es el caso de las normas que regulan la conducción vehicular en las vías públicas, a través de decretos y resoluciones de forzoso cumplimiento.
Pero para el caso de Locombia y en el espíritu leguleyo y «santanderista» que nos caracteriza, resulta asfixiante por demás tanto requisito hasta para nimiedades; aquí hay leyes para casi toda actividad humana; demasiada escritura para tan poco cumplimiento; prima la letra sobre el espíritu de la ley; lo que no está escrito, no existe.
Los agentes de tránsito en las ciudades, como los coloquialmente llamados «verdes» en carreteras, ciertamente son «autoridades administrativas» que hacen uso del poder a escala que se les otorga y vaya si son diligentes a la hora de facturar comparendos que luego se convierten en millones de pesos de recaudo en las cuentas corrientes de las secretarías de tránsito de muchos municipios a lo largo y ancho de la geografía nacional.
La percepción del común de los «volantes» que conducen todo tipo de vehículos es que, al parecer, la diligencia que más interés y entusiasmo suscita en los funcionarios de las vías es sancionar a quienes por descuido, olvido o fuerza mayor resultan incurriendo en contravenciones a veces «veniales» que no revisten gravedad ni peligro alguno, como que falten curitas o alguna gasa torunda en el botiquín, un destornillador estrella en el kit de herramientas o el alcohol antiséptico recién vencido; toda esta minucia, así el resto de formalidades mayores de legalidad y seguridad estén en regla.
Un comparendo de tránsito en este país implica un periplo tortuoso, agobiante, dispendioso como altamente costoso para el infractor; en algunos queda la sensación equivalente a haber delinquido, si nos atenemos a verse conminados a tener que acudir a despachos atiborrados de gente a sortear un cúmulo de diligencias, haciendo interminables filas en decenas de ventanillas, tesorerías de recaudo, bancos, etc.
Son recurrentes los atoros sobrevinientes de última hora, como que los «huelleros electrónicos» no captan los surcos dactilares, reiniciándose entonces un trámite de padre y señor mío que implica constancia médica certificando enfermedades cutáneas, fotografías, documentos varios que se han de remitir al Ministerio del Transporte, espera de respuesta, cursos de capacitación en días y fechas especiales, etc.
El viaje por los círculos del infierno, que describe magistralmente Dante Alighieri en la Divina Comedia, resulta más grato que diligenciar el pago de un comparendo por olvidar ajustarse el cinturón de seguridad.
Profusas las normas como la vocación leguleya de nuestra burocracia criolla, para atormentarle la vida al ciudadano, sería el colofón de esta columna.
Por Lizardo Figueroa