Reportajes

El universo surrealista de Néstor Saavedra

Por: María Fernanda Saavedra Mejía

En la tierra del sol, donde el tiempo parece transcurrir a un ritmo pausado, el arte siempre ha sido un eco distante; Sin embargo, Sogamoso guarda en su alma una herencia ancestral de hace 40.000 años, con el Arte rupestre. Aquellos ancestros, ajenos a la academia, pero fieles a su intuición, legaron un arte esencial, puro, que hablaba de lo humano y lo divino. Hoy, ese espíritu parece volar en el aire de estas tierras, como si el arte nunca hubiera abandonado del todo su morada.

Sogamoso sigue siendo cuna de artistas, por eso es tiempo de hablar de uno de sus hijos, un hombre que escuchó el llamado del arte en la infancia: Néstor Saavedra Franco.

Néstor Saavedra es un artista boyacense. Poco se conoce de la descendencia artística en su familia, aunque las habilidades creativas de los seis hermanos son innegables. Su padre, Anceno Saavedra Cárdenas, fue un reconocido profesor de ornamentación y soldadura en El SENA. Recordar el hogar de los Saavedra Franco, en el barrio Campo Amor, era como adentrarse en una galería de arte forjado en hierro: cada detalle era un tributo al trabajo meticuloso de su padre. Las ventanas, con sus trazos, eran poesía en movimiento; las decoraciones interiores –soportes para botellas de vino, figuras para chimeneas, piezas utilitarias cargadas de belleza– revelaban una sensibilidad artística que quizás ni él mismo advertía.

Néstor, el penúltimo hijo, creció rodeado de esas formas que hablaban en silencio. Desde sus años escolares, sintió la necesidad de plasmar su visión, quizás inspirado por las figuras que lo acompañaban. Entre el amor paternal y la creatividad tácita lo llevó a explorar nuevos materiales, a transformar lo heredado en un arte personal, distinto, pero profundamente conectado con sus raíces.

-Igual que otros niños, yo era un niño callejero, frecuentaba el laguito y otros sitios. La verdad es que descubrí el dibujo cuando entré al colegio. En esa época nos pedían escribir títulos en rojo, dejaba un espacio para dibujar y luego escribir. Antes de entrar al colegio, yo no dibujaba. Recuerdo que nos encargaron crear algo en una cartilla; me puse a observar y, simplemente, salió. –

Néstor se convirtió en el artista de la clase. Recuerda aquel episodio que marcó su infancia: la profesora, incrédula ante la destreza de un niño de tan solo siete años, lo confronta con una duda: “Yo no creo que usted dibuje eso”, le dijo. Y entonces, lo llevó al tablero.

“Me puso a dibujar en el tablero”, cuenta Néstor. Aquel momento fue más que un desafío, fue una revelación. Con una tiza entre los dedos, trazó líneas que fluyeron como si lo invadiera otro artista. Ese dibujo, que ni siquiera recuerda si pertenecía a la famosa cartilla Coquito, se perpetuó en el tablero. La profesora, sorprendida, decidió no borrarlo. Tal vez en un gesto inconsciente de reconocimiento, dejó que aquella obra efímera permaneciera, como si no quisiera lastimar la esencia de un pequeño que, sin saberlo, ya comenzaba a forjar su destino.

“Desde entonces, la profesora empezó a traer tizas de colores, y yo era quien dibujaba en la clase”, comenta Néstor entre risas. expresión que, más allá del presente, ha sido su refugio en momentos en que el arte mismo le ha planteado preguntas difíciles. Aquel dibujo en el tablero, un simple trazo de tiza, le demostró la necesidad de inmortalizar su sentir, de convertir cada línea en un puente de expresión.

El padre Saavedra, era un hombre costumbrista, que no expresaba con palabras el orgullo que sentía por los talentos de sus hijos. Pero, su alma no podía esconderlo. Aunque su naturaleza reservada no le permitía mostrarlo abiertamente, el orgullo era evidente en su ser, una emoción que se filtraba en sus gestos, en las pequeñas cosas. La misma cultura que definía al hombre de la casa, enraizada en la austeridad y la contención, le impedía exteriorizar esas emociones, aunque ya cuando rondaba los 70 años, esa reserva se volvió en un manto profundo de expresiones significativas.

A pesar de su silencio, fue él quien llevó a Néstor, los colores con los que continuaría preservando y dibujando. «Yo le mostraba mis dibujos, él no decía nada. No le gustaba adular a nadie, ni siquiera a sus hijos. Creo que se lo comentaba a sus amigos», recuerda Néstor.

A pesar de esa discreta forma de apoyo, su padre lo inscribió en varios concursos, aunque Néstor nunca logró el primer lugar. “Siempre quedaba de segundas», «Nunca quedé de primeras». Sin embargo, esos segundos lugares no fueron impedimento para darle paso a la creación.

La adolescencia no fue diferente. Néstor también incursionó, pero para esta ocasión en los mapas. “Yo los hacía tenazmente”, recuerda, Cada palabra que pronuncia parece resonar con el tono de su padre, como una caricatura eterna de su humor negro, siempre presente en sus recuerdos. Insiste, una vez más, en que este nunca expresó muchas palabras, ni cuando en su casa convertida en una biblioteca comunitaria no faltaba, los vecinos, familiares y amigos que  acudían en busca de los libros que llenaban sus estanterías. Una especie de santuario local, donde se consultaban volúmenes tan diversos como la biblioteca municipal misma. Entre esos libros y folletos, aparecieron los primeros textos de arte, que se adquirieron a través del círculo de lectores, ofreciendo un acercamiento tanto teórico como práctico al mundo creativo.

“Yo quería estudiar arte en la universidad”, confiesa, con un poco de nostalgia. Sin embargo, por esos años, el arte era visto con recelo, una carrera de estigmas, y no es de extrañar: aún hoy en tiempos “modernos” persiste. A pesar de esto, Néstor pasó el examen de la Universidad Nacional para estudiar arte, pero la decisión cambió en el último momento por diseño gráfico, una opción que no lo llamaba del todo como él mismo. Se presentó a la prueba, pero no pasó.

Sin embargo, su experiencia y contribución a la región, sumadas a otros requisitos, lo hicieron merecedor de la tarjeta profesional de artista, expedida por el Ministerio de Educación Nacional.

“Yo me considero autodidacta por eso”, dice Néstor con una sonrisa amplia y des complicada. “En las hojas de vida no me gusta escribir nada. Mucha gente tiene mucho estudio, pero ahora todos los que lo tienen pegan un banano con cinta en la pared”, agrega, soltando una carcajada despreocupada, pero cargada de sinceridad. Y con un final rotundo, se cuestiona: “¿Y eso es arte?”.

Como cualquier otro artista, y sin la necesidad de buscar la academia como su camino, Néstor desapareció de la casa durante tres meses. Sus hermanos recuerdan con angustia ese tiempo de incertidumbre. La preocupación creció en la casa de los Saavedra, y por supuesto, comenzaron a buscarlo en hospitales, en anfiteatros, en la policía. No entendían cómo podía haberse ido con lo básico: un cepillo de dientes, una peinilla, unos “pantaloncillos”. “Eso lo eché en un taleguito”, dice Néstor, con su característico humor. Finalmente, después de tanta búsqueda, la respuesta llegó.

“La única rifa que me he ganado en mi vida es que me lleven al ejército”, dice Néstor, con una mezcla de ironía y humor. “Y me seleccionó la china que más me gustaba, y ella fue la que me sacó de primerazo.” Se ríe con descaro, como si ese momento de azar hubiera sido, en su mundo, una curiosa victoria. “A mí no me gusta contar lo que hago, voy, lo experimento a ver si me sale bien, y así lo hice en el ejército. Estuve en Bogotá, Saravena, Villavicencio y Bucaramanga”. Una vez más, el referente familiar se hace presente. Su padre también se enlistó en el ejército, una historia que Néstor relata con la misma escasez de detalles. Esa herencia, que parece fluir y se posa ahora en la experimentación del arte de la guerra.

“Yo recuerdo que le tenía terror, y en la calle me escondía hasta que no me llevara el ejército”, confiesa Néstor con una sonrisa que refleja tanto la distancia temporal como el desafío. “Yo soy muy curioso, fue un año duro en el ejército. Al principio me sacaron la leche, los primeros cuatro meses fueron muy duros”. Sin embargo, tal y como ocurrió en su época escolar, el ejército también fue testigo de los aportes artísticos de Néstor.

“Una vez un cabo me dijo que necesitaba una cartelera para disparar granadas y preguntó, ‘¿quién sabe dibujar?’ Al responderle, me dijo, ‘pues demuéstrelo’”, recuerda, con la misma chispa en los ojos. “Y de ahí se regó el chisme, igual que en el colegio. Recuerdo que siempre apoyaba con el tema de dibujo a los mayores, a los tenientes. Todo gracias a ese pequeño talento”.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

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A lo largo de su carrera artística, Néstor ha tenido la oportunidad de realizar exposiciones individuales como en Villa de Leyva, la Cámara de Comercio de Sogamoso, la Casa de la Cultura de Sogamoso, el Instituto de Cultura y Bellas Artes de Duitama, y la Casa de la Cultura de Firavitoba. En 2018, recibió reconocimientos por su labor artística por parte de la Secretaría de Cultura de Sogamoso, además de ser ganador de un concurso de estímulos del Ministerio de Cultura. Y, sin haberlo planeado, al igual que su padre, terminó en la docencia. Hoy, al caminar por las calles de Sogamoso, no solo es el maestro de la ciudad, sino también “el profe”, como lo llaman algunos de sus exalumnos, ahora ya profesionales.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

Sin embargo, Néstor, aunque no es un desmemoriado, se empeña en buscar esos rostros que alguna vez pasaron por sus trazos, siempre acompañados del humor que lo caracteriza en sus clases, donde la ironía se convierte en una burla sutil hacia el arte moderno mientras traza realidades. “Yo les cuento anécdotas graciosas de los artistas, de todos modos, ellos también tuvieron su época”, comenta con una sonrisa traviesa. Y sabe que el humor, incluso el más arriesgado, ni por un segundo, lo abandona. Otra similitud con su padre. Quienes aún recuerdan la personalidad del profe de El SENA, saben que el hombre tenía la rutina de encontrarle carcajadas a la vida.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

“Uno descubre, cómo en las escuelas de formación del municipio, me gustaba el tema de la enseñanza en las escuelas rurales”, comparte Néstor. “Los niños, cuando descubren que saben dibujar, es algo muy bello”. Recuerda con ternura a dos hermanitos que enseñó en una escuela, tal vez en El Crucero, quienes no tenían vista. A pesar de su discapacidad, el niño lograba entrar al dibujo desde su propia perspectiva, “pegando su vista”, como él mismo lo describe.

Aunque Néstor siempre pensó que no tenía la pedagogía necesaria para ser profesor, la primera vez que se enfrentó a este reto lo vivió como si llegara “libreteado”, dice entre risas. “Aunque los chicos lo sacaban a uno del libreto, ya le fui tomando confianza. Me dedicaba a mostrarles cómo era el proceso: yo voy haciendo y ellos siguen”.

Su primera exploración como artista estuvo influenciada por Salvador Dalí. Cuando se le pregunta por qué este referente, Néstor responde con una mirada distante, como si al rememorar sus primeros pasos en el arte, los recuerdos se le desplegarán con claridad: “Por lo onírico, por lo surrealista, pintaba como sueños, representa la locura, la paranoia de él, a mí me gustaba. A mí me impactó ese cuadro, ese que es como unos elefantes con patas de mosco. Yo decía, ‘¡qué imaginación!’.

Como parte de su primera obra retomó el paisaje solitario que Dalí solía utilizar, pues, hablando de la soledad, Néstor Saavedra la siente como una compañía refrescante, una presencia que le permite reflexionar y crear.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

“Eso es lo que yo en alguna época hice… al pintar ese tipo de obras, era como sentimientos… A mí me gustaba estar solo, casi no me gustaba tener amigos, hasta que llegó Óscar Serrano”, recuerda Néstor, con una ligera nostalgia. Óscar, psicólogo de la Universidad Nacional, con quien compartió algunas lecturas y aventuras juveniles, fue alguien a quien la vida llevó muy pronto, casi a los 30 años.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

Volviendo al arte, de Dalí pasó a otro tipo de referente, los desnudos en blanco y negro. “Resultó que conocí a un hermano de la esposa de Óscar, quien me mostró una fotografía en blanco y negro. A partir de ese momento, empecé con los desnudos”. Néstor siempre creyó que esos cuadros grandes se imponían por los detalles, que hoy podrían confundirse casi con una fotografía. Algunos de sus cuadros tienen una cinta y una gota de agua. Si se le pregunta qué significa, responde con serenidad que esas obras, algunas sobrias, visibilizan la ternura de esos dos elementos. “La cinta, para romper la monotonía del blanco y negro, aunque era escala de grises. La cinta, creo que la ponía para expresar la sutileza de la vida, y me fascinó cómo se representa el agua pintada, que, por cierto, es muy difícil de hacer”. Para esta última, el recurso para dibujarla era el estuche de la variedad de casetes que coleccionaba.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

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Su familia reconoció que esa soledad, tal vez una musa inspiradora, lo llevó a que su padre le construyera un altillo, un refugio donde se acompañara de la panorámica de Sogamoso. En las noches, el olor a óleo, pinturas y pinceles se convierten en entrañables amigas, que lo acompañaban desde el amanecer hasta que en la ciudad del sol se imponía la luz. “Yo creo que por eso mi papá hizo la guardilla, para que tuviera un espacio. Yo me encerraba ahí y duraba una semana; salía solo a almorzar, comía y subía de nuevo”, recuerda.

Archivo particular Néstor Saavedra, desde el altillo

Dentro de ese cuarto misterioso, también había un gran mural. Al entrar, una imponente imagen recorría toda la pared, evocando las icónicas escenas de The Wall de Pink Floyd. Para sus sobrinos, ese altillo era un lugar de misterio, con una pequeña puerta para un enano y en un espiral recorrido de escaleras en madera que los transportaba a lo desconocido, al mundo de un artista.

“Cuando uno está pintando, se olvida de todo. Por ejemplo, yo tengo unos cuadros a color, los pinté cuando me separé, y decidí dejar el blanco y negro atrás, ponerle color a todo, fue un rompimiento”. Esas pinturas también se plasmaron en telas de sábanas en gran formato, una nueva experimentación que surgió gracias, nuevamente, a esa soledad. “Volví a reencontrarme. Antes, en la casa, estaba pendiente de mis hijos, de ayudarles en su día a día”. El matrimonio llegó como un giro inesperado, casi tan esporádico como la pintura misma. “Nunca pensé en casarme, recuerdo que mis amigos vivían en unión libre, pero yo no sé…”.

“El matrimonio fue chistoso. Me casé en una notaría, hice unas tarjetas de invitación en caricaturas, recuerdo que me casé a las 5:30 p.m. y entregué las invitaciones a las 5:20 p.m.”. Néstor, como siempre, no planificaba sus próximos pasos, y la conquista fue tal y como menos lo esperaba. “Yo iba siempre a una panadería y compraba yogur, me acuerdo de que me tiraba plata en una máquina. Recuerdo que llegué ahí y apareció esa chica, me miró y me dijo: ‘Vayámonos en socie, y lo que ganemos, lo dividimos a la mitad’”. Y, con una sonrisa, exclama: Paradójicamente, “por esa maquinita fue todo”.

Jamás imaginó que su soledad sería acompañada por la familia, hoy se siente profundamente orgulloso de sus dos hijos, que han heredado esa misma pasión artística, tal como su padre lo vivió. Aunque la soledad sigue formando parte de sus rutinas, sabe que sus hijos se sienten orgullosos de él. Uno de ellos presentó un proyecto de arteterapia que, al principio, un profesor consideró inviable. A pesar de haber elaborado un proyecto completo, con maqueta incluida, no logró convencerlo. Sin embargo, más tarde fue elegido representante para exponer esa idea en otras instituciones. Además, logró vivir del arte, plasmando dibujos manga que se encuentran en prendas vendidas a europeos a través de una empresa rusa.

Archivo particular Néstor Saavedra
Archivo particular Néstor Saavedra

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Néstor Saavedra ha dedicado gran parte de su vida, 54 años, al arte, pintando más de 250 cuadros, algunos de los cuales pueden tardar un mes en su ejecución. Sus obras se encuentran en Estados Unidos, Europa, e incluso una obra perdida en Francia, aunque para él, lo verdaderamente importante no es el valor monetario, sino la expresión de sus cuadros. Si le preguntan cuál ha sido su obra más significativa, no duda en señalar aquella que le dedicó a sus padres, una pieza que estuvo expuesta durante un buen tiempo en la galería de la casa.

Durante la pandemia de COVID-19, Néstor se embarcó en un proceso muy engorroso para ingresar a una de las plataformas de artistas contemporáneos de todo el mundo producida en España, Singulart. En esta, las obras de Néstor fueron visualizadas en gran parte del mundo, y en términos colombianos “le regateaban” las obras, así prefería no venderlas. Mientras el encierro ponía a prueba su salud mental, el artista retrataba su sentir mediante una nueva técnica de dibujo con esferos de colores, que llamó «Psicología de una pandemia». En estos trazos, Néstor revivió el referente de Dalí, construyendo una historia de temor y zozobra, plasmada en una psicología propia que definió esa época.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

Su primera venta en el arte fue un homenaje a Dalí, adquirida por unos capitalinos de un anticuario de Bogotá. Néstor recuerda el momento con cierta sorpresa: “Esa vez me dieron un millón de pesos y mi papá expresó: ‘Uyy, yo pensaba que no valía nada’”. Fue entonces cuando reflexionó: “Yo pensaba que, mientras uno no sea famoso, la gente no puede valorar las cosas”. Es difícil mantener una conversación con Néstor sin que sus recuerdos surjan entre carcajadas infinitas, como si cada anécdota fuera una caricatura de la vida misma. Durante un tiempo, también se dedicó a hacer caricaturas de familiares y conocidos. “Recuerdo a mi papá todo contento con esa caricatura familiar”. Las caricaturas fueron, de hecho, una parte importante de su arte, e incluso llegó a participar en el periódico El Tiempo.

Hablar sobre las galerías no tiene el mismo entusiasmo para él, pues su experiencia con ellas ha dejado un sabor amargo. “Siempre tuve la intención, las ganas de exponer en una galería, pero al ver cómo funciona el asunto, el porcentaje que cobran… Mejor dicho, uno trabaja para ellos”, comenta sin ningún tapujo. Luego, con una sonrisa irónica, recuerda: “Un amigo me llamó y me dijo: ‘Te tengo un negocio, hacemos un trato. Tú pintas tantos cuadros al mes, nosotros te pagamos el arriendo, el mercado y los servicios’”. Y se ríe, como si la ironía de aquel momento fuera una lección más en su carrera como artista.

Los cuadros de gran formato que ha realizado en los últimos años aún no los tiene a la vista, pues como él mismo expresa, “en una exposición, fueron guardados junto a los traperos y escobas”. Asegura, que cada vez que iba a participar en una exposición, tenía que reparar los cuadros.

Néstor se considera un adolescente eterno; ni siquiera la edad parece afectar. Sin embargo, verlo es como observar una fotografía sin tiempo. “Yo no tengo ninguna costumbre de viejo. Me sigo vistiendo igual que cuando era adolescente. Incluso tengo una camisa de cuadros que tiene 35 años”, comenta, que sus hijos le han dicho, entre risas: “Esa camisa hay que mandarla a enmarcar”. Hablar de un día normal para Néstor es hablar de una vida soñada. La tranquilidad es parte esencial de sus días, y su voz pausada y serena es un reflejo de ello. “Trato que me quede la tarde libre”, dice con calma, como quien disfruta plenamente de la paz que ha logrado cultivar en su rutina.

De Colombia menciona a Manzur, y reconoce que su trabajo minucioso, especialmente sus moscas, le dejó una profunda impresión. “Yo no sabía quién era cuando vi su obra en la revista Diners. Es muy hiperrealista, esos caballos… Él es barroco, también pinta cintas, como encaje de mujeres”.

La obra de Néstor pasó de ser surrealista a explorar los desnudos, las caricaturas y finalmente los retratos. En este proceso, cuenta que su arte dio un giro inesperado al ingresar a la iglesia. “No sabía pintar caras de ese tamaño en gran formato, eran desproporcionadas, y le pedí a Dios poder pintar rostros. Fue una sorpresa para mí lograrlo, y con ese tamaño”. Uno de sus cuadros que realmente impacta es el rostro de Jesús, que, de no ser una obra, parecería una fotografía. Un cuadro que ahora está adornado con veladoras en un barrio popular de Sogamoso, que, al igual que otros cuadros pueden estar casualmente en casas, oficinas, y que Néstor no sabe dónde se encuentran.

Foto: Archivo particular Néstor Saavedra

El arte para Néstor es un sentimiento profundo. “A mí me da pesar por la gente que no tiene un don artístico, porque cómo se expresan”, reflexiona. “No sé, por ejemplo, un cajero de un banco, cómo se expresa”. Sabe que ha elegido un oficio en el que probablemente nunca se pensionará, un rol que no requiere compañía y que se puede realizar desde cualquier lugar. “Uno, para poder concentrarse, necesita la soledad”, dice con certeza. Menciona a Botero y cuenta que él no dejaba entrar a nadie en sus estudios, salvo a su última esposa.

Y respecto a la musa, sí cree en ella, pero no tanto como una figura femenina. “Es más un momento, una situación, un destello de creatividad”. Esta se aleja cuando le encargan obras, porque no es la inspiración propia del artista, como un copiar y pegar, algo que ha hecho en contadas ocasiones. Reflexiona y espera que su obra no sea valorada únicamente después de su muerte. Sin embargo, su tranquilidad es evidente: está haciendo lo que ama, algo que comenzó a los 7 años.

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