Opinion

¿EN DÓNDE DIABLOS ES?

Por Lizardo Figueroa

Se exclama en el colmo de la impaciencia; busque por allí y por allá; que más arriba, que a la vuelta de la esquina, que baje dos cuadras, que la locura; que eso mejor tome un taxi; «más perdido que el hijo de Lindbergh».

Me refiero a la odisea para encontrar la dirección buscada, gracias a que la tecnología o el descuido de los propietarios, arrollaron la nomenclatura residencial en nuestras ciudades.

El trazo de calles, carreras, diagonales y transversales, adoptado por Colombia desde nuestra incipiente modernidad, creo es uno de los grandes aciertos que se nos han ocurrido.

Hasta hace poco tiempo resultaba fácil llegar al sitio buscado, orientándose por esa lógica simple al alcance de todos.

Pero eso ocurría cuando en cada esquina y en el portal de las residencias, edificios o cualquier dependencia se instalaban las nomenclaturas; curiosamente hoy, en la era del GPS, casi desaparecieron los números únicos que identificaban los inmuebles; fijémonos y nos daremos cuenta de que esa guía tan elemental pero importante, como tantas cosas, va quedando en el pasado.

Y no debiera, en tanto que los «buscadores electrónicos» aún no están al alcance del común de los citadinos.

A las autoridades municipales corresponde por ley hacer obligatoria la identificación urbana en los cénits de las puertas, lo cual nos ahorraría el estrés y el tiempo a quienes nacimos y crecimos en el siglo pasado.

Las pequeñas placas metálicas, hoy oxidadas y opacas de las direcciones que aún existen en los pueblos, son recordatorios y a veces bellos adornos de encanto que mueven a la nostalgia de tiempos idos, cuando estuvieron de moda los carteros o citadores de las oficinas del teléfono alámbrico, las telegrafías, los correos y las remesas estatales, quienes sabían ubicar a la gente de las aldeas por sus nombres y apellidos. Todos los pobladores distinguían a los telegrafistas (como a Don Gabriel Eligio García, radiotelegrafista y boticario de Aracataca, padre de Gabo) a las telefonistas, carteros y encomenderos, al punto que estos servidores públicos terminaban enterándose de los mensajes, negocios, citas y hasta cuitas de enamorados; la discreción, confidencia y secreto eran requisito y buena costumbre de los funcionarios.

«La Carta», conmovedor poema declamado por nuestro coterráneo Indio Rómulo, describe magistralmente la confidencia del abuelo campesino olvidado por sus ilustres hijos a la telegrafista.

Qué decir de la lastimera canción «La cama vacía» de Oscar Agudelo (…la carta es para decirte, que si podéis algún día, ven a hacerme compañía, voz que tanto me quisiste…) y la misma «aguacatada» como llaman en Ecuador al «despecho», del venezolano Felipe Pirela cantando «Quién tiene tu amor» (…he recibido una cartica tuya, en la que dices adiós sin alma…) y de remate, los reproches de Franz Kafka a su tirano progenitor en «Carta al padre».

El género epistolar hace tiempo entró en desuso; ¿Quién escribe hoy a mano alzada, en fina letra cursiva y sobre perfumado?

Suspiro al recordar el «teclear monótono» de los puntos, guiones, comas, etc. del alfabeto Morse ejecutado por la telegrafista de mi pueblo.

¡Oh, telegramas de antaño! la brevedad era la regla:

«Compadre imposible vernos mercado Camacho sábado toro clavóle cacho cola al macho».

De aquellas épocas a hoy, el vértigo de los cambios que ha traído consigo el milagro de las telecomunicaciones audiovisuales instantáneas, pareciera que enterraron no solo las direcciones residenciales sino hasta la misma vieja costumbre de leer y escribir.

Están en mora las oficinas catastrales de los municipios colombianos, en hacer cumplir las leyes que obligan a los tenedores residenciales, comerciales, de servicios y oficiales a visibilizar las nomenclaturas de las direcciones en el cénit de sus puertas.

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