EditorialPor: Jorge Armando Rodríguez Avella

Remembranzas del incendio del Templo del Sol de Sogamoso

Por Jorge Armando Rodríguez Avella

La sociedad muisca aportó para la eternidad su teogonía y mitología, repletas de ingenio y conductas para el buen vivir y la convivencia. Su legado en alfarería, conocimientos astronómicos perduran para investigación y estudio. Hoy traemos a la memoria un hecho cruento de nuestra historia acaecido el 4 de septiembre de 1537 en Suamox, morada del sol.

Hacia finales del mes de agosto de 1537, Gonzalo Jiménez de Quesada había llegado a Hunza, asentamiento del zaque que era la autoridad política regional. Luego de algunos enfrentamientos con los indios, logró dominar a los aborígenes, saquear sus riquezas y someter a su soberano, que quedó preso bajo la custodia de la soldadesca.

El cacique, al observar regocijo, casi pueril, que mostraban los invasores por la cantidad de oro que les habían robado, le pareció que podría calmar el maltrato, las torturas de sus súbditos, sobre todo de las mujeres, ofreciéndole al conquistador, Jiménez de Quesada, algunas pistas de dónde podría conseguir más joyas.

Dice el cronista Pedro de Aguado (1528 – 1608) “y así no solo dejarían de pedir más oro del que habían tomado, pero le soltarían de la prisión en que le tenían”. El caciqueles informó al general y sus capitanes “que a ciertas jornadas de allí estaba un cacique llamado Sogamoso, hombre de gran veneración y religioso por ser tenido, por hijo del Sol, al cual por ser persona de tanta estimación entre ellos y poseyera grandes riquezas, las cuales no solo tenía en su casa, pero en sus templos y oratorios donde los presentes y sus mayores acostumbraban hacer grandes sacrificio (…) y que si ellos usaban de presteza y llegaban a donde el cacique Sogamoso estaba y lo hallaran descuidado, sin que tuviese lugar de huir ni alzar sus riquezas, que hallarían en harta abundancia de lo que buscaban”. [i]

De inmediato, ante semejante información tan valiosa, Jiménez de Quesada preparó un destacamento con 50 soldados, algunos de a caballo, para dirigirse hacia Suamox, la ciudad sagrada.

Pernoctaron en Paipa y continuaron hacia las tierras del cacique Tundama. El cacique trató de disuadir a los españoles de su visita a Suamox, pues ya tenía conocimiento de la crueldad con la que trataban a sus protegidos. Les envió oro y algunos regalos, a la vez que les ordenó a sus súbditos guarecer a las mujeres y a los niños, así como esconder sus riquezas y objetos sagrados.

Tundama también dispuso que sus hombres realizaran escaramuzas y lanzaran gritos para atemorizar a los españoles y demostrar, de esta manera, el poderío del que carecían. Dice Fray Alonso de Zamora (1635 – 1717): “Los españoles no correspondieron con sus armas porque deseaban entrar en la Provincia de Iraca antes de que el sol se ocultara. Dejaron para después el castigo y pasaron con grande prisa sin que esta bastara a que no les cogiera la noche en los campos cercanos a Sogamoso”.[ii]

Sin demora, encaminaron su codicia hacia el Valle de Iraka en búsqueda de los tesoros de otro de los templos, el más famoso, de la nación muisca. Pernoctó en Paipa en donde fue asediado por los indígenas, que también sabían de las intenciones del conquistador por robarles sus tesoros y atropellar a sus mujeres. Estas escaramuzas detuvieron a los españoles unos cuantos días, lo cual fue causa para que el cacique Sugamuxi de Sogamoso, se enterara también del acercamiento español y del peligro que representaban para sus gentes y sus tesoros.

Cuando el sol empezaba a ocultarse y sus tenues rayos se desvanecían sobre aquel hermoso asentamiento sacro, con sus bohíos meticulosamente construidos con paja y chusque, hicieron su arribo las huestes invasoras. Empezando a caer la tarde la españolada acampó, ya en tierras de Suamox, era el martes 4 de septiembre de 1537.

El historiador Gabriel Camargo Pérez, en su libro Del barro al acero recrea la escena: “Jiménez de Quesada toma el vistoso cercado del cacique, pero ya solitario, porque Suamox ha escondido sus riquezas, atendiendo la voz su vecino, y ha huido con sus mujeres, esclavos y parientes, en prevención de que su vida y hacienda queden a merced de los conquistadores”.

La orden del conquistador era la de aplazar, para la aurora del día siguiente, la visita a la enorme edificación de la que tenían noticias vagas pero que alcanzaron a vislumbrar a lo lejos, antes de finalizar el crepúsculo.

Unas horas después, en medio de las sombras de la noche, pero también, enceguecidos por la clarísima codicia dorada que los acompaña, dos soldados se aprestan a cometer una de las más inauditas destrucciones de la historia indígena de América.

Miguel Sánchez y Juan Rodríguez Parra, dos fútiles soldados, pero calificados por don Juan de Castellanos como valerosísimos soldados, seducidos por la pasión codiciosa, furtivamente se levantaron de sus lechos, eludieron la vigilancia de los centinelas y se alejaron del campamento para dirigirse hacia el Templo.

Este era un monumento gigantesco, extraño para la ignorancia invasora. Asiento de meditación y búsqueda de lo divino, sitio especialísimo que tenía como objeto encontrar las explicaciones a la infinitud de interrogantes que, desde el inicio de los tiempos se ha planteado la humanidad.

Cuando estaban a una distancia prudente encendieron unos hachones de paja para poder orientarse en esa oscuridad absoluta. Se dirigieron hacia una mole edificada que aún no alcanzaban a distinguir del todo. Luego de unos cuantos minutos de marcha, alcanzaron a vislumbrar algunas luces tenues, pero orientadoras, que les sirvieron de guía para saber hacia dónde debían encaminar sus pasos. 

A medida que avanzaban, el edificio se iba volviendo más y más grande las teas alumbraban solo a medias la imponente construcción. En el sitio pudieron apreciar unas columnas gigantescas, temblaban del miedo, no podían ser de madera, no existen árboles de ese tamaño y para moverlos hasta allí es imposible, se decían los invasores. Dieron vuelta a la construcción tratando de hallar una entrada, las paredes eran de fibra vegetal. Por fin encontraron una pequeña puerta cerrada y atada con lianas. Con sus cuchillos trozaron el impedimento y penetraron.

Estos bárbaros jamás imaginaron, en sus cortas y superficiales vidas, la escena espectacular que a la luz de sus hachones se les presentaba. Al interior y sobre el muro circular, estaban puestas a cada cierta distancia, unas cuantas teas de luminosidad mortecina; unas láminas perpendiculares doradas. También había pájaros disecados que mostraban sus plumas coloridas y objetos que sus ojos jamás habían observado en los templos grandiosos de su fe cristiana. Y algo que los llenó de pavor: se habían topado con numerosas momias humanas ataviadas con variadísimas joyas y más, muchos más objetos dorados. (…) hombres difuntos secos, adornados de telas ricas y de joyas, de oro, con otros ornamentos, que debían de ser de cualificados personajes, contarían los cronistas.

En medio de toda esta aparición fantasmagórica e incomprensible para su entendimiento, se percataron de la presencia de un anciano ataviado con mantas, que permanecía sentado en silencio y con su mirada fija al centro del Templo. Para estos su presencia les producía terror, sin embargo, prefirieron, para su tranquilidad, creer que se trataba de otra momia más de las ya habían viato.

Una vez recorrido parte del lugar, se dispusieron a recoger lo que más podían de los objetos y como la codicia era más grande que sus manos, dejaron sobre el piso las teas para así saciar más la avidez. Su entendimientos no les alcanzó a notar y diferenciar que ese piso suave, por donde caminaban, era de fibra vegetal seca, espartillo, por lo que el fuego prendió fácilmente provocando, de inmediato, enormes llamaradas que se extendieron por todo lado.

Esa noche oscura iluminada por las llamas fueron los reflejos dorados y ardientes que despertaron a los habitantes de toda la comarca y aún de tierras lejanas. El Templo consagrado a Sua lo consumía el fuego. Era la edificación más espectacular, grandiosa y sagrada del pueblo Muisca; estaba dedicada al dios sol, dador de vida, orientador de las épocas de siembra y cosecha.

Esa noche ardía en llamas el lugar adonde acudían los indios para hallar paz y sosiego; a reafirmar sus tradiciones teogónicas para aplicarlas a su cotidianidad.

Los dos incendiarios, para justificar su torpeza, les dieron como excusa a sus demás coterráneos que el incendio había sido una treta de los indios para salvaguardar sus riquezas.

Según los cronistas, el incendio perduró por muchos años –cinco dice y exagera Juan de Castellanos— porque los maderos eran de guayacán, madera muy dura, pesada e impenetrable.

Hoy Sogamoso puede ofrecer al mundo una réplica de lo que pudo haber sido el Templo del Sol muisca en el Museo Arqueológico Eliécer Silva Celis. Gracias a la sapiencia de este ilustre científico y profesor quien, junto con su esposa, doña Lilia Montaña de Silva, lograron preservar para la humanidad parte la memoria de nuestros antepasados y que constituye la base fundamental para las investigaciones actuales y futuras.


[i] Crónica del Nuevo Reino de Granada. Citado en Calendario Histórico de Sogamoso. Obra inédita de Alberto Coy Montaña.

[ii] Historia de la Provincia de San Antonio del Nuevo Reino de Granada. Calendario histórico de Sogamoso. Obra inédita de Alberto Coy Montaña,.

Publicaciones relacionadas

Botón volver arriba