Opinion

LA ALEGRÍA DE LEER

Por Rafael Antonio Mejía Afanador

Libro, libro y libro. Ésta es la receta para triunfar en el plano académico e intelectual. No hay de otra. Recuerdo una vez, laborando en el Integrado de Sogamoso, que nos reunieron en el Teatro Sogamoso para una importante capacitación sobre las nuevas metas del colegio, en especial la educación y evaluación por competencias. En ese momento se comenzaba el proceso de certificación para la norma ISO 9001 con Bureau Veritas (una certificadora), lo cual tenía a algunos contentos y a otros no tanto.

El concepto, metodología y alcances de la capacitación en competencias es harina de otro costal, aquí lo que interesa es una de las conclusiones del capacitador, de cuyo nombre, infortunadamente, no pude acordarme. Decía el señor, palabras más palabras menos: “todo esto suena muy bonito y en realidad es muy bonito, el problema es que, si no hay lectura, las tres horas de esta capacitación no van a servir absolutamente para nada. Así de grave es.”

Comparto totalmente esa apreciación. Yo puedo enseñarles a mis estudiantes las últimas tecnologías en programación y desarrollo de software, técnicas de cuanta vaina exista o programas espaciales tipo NASA, pero si no les inculco el amor por la lectura… pailas, como dicen los chicos.

Coincido con mi vecino de columna, el profesor Lizardo, y con Raúl Garavito Rivera, psicólogo educativo, experto en la materia y columnista dominical de El Espectador en tres puntos principales, que además son súper sencillos y no cuestan nada.

Primero, hay que enamorar al niño de la lectura. ¿Y, cómo se hace? Condición sine qua non: demorar lo más que se pueda el tal celular y cualquier tipo de pantalla. El libro de papel, junto con la amorosa voz de los padres leyéndole una bonita historia, ojalá con mímica y algo de histrionismo, harán del libro uno de los mejores recuerdos de un niño. Garantizado.

Si el niño está enamorado de los libros, es muy fácil que la lectura se convierta en un delicioso hábito. Es frecuente ver la lucha de los maestros para hacer de esta hermosa actividad algo habitual cuando el joven ya tiene 15 o 16 años. A esa edad, el joven anda pendiente de las redes sociales y de todo tipo de distracción que hacen a un lado la actividad lectora. Si el muchacho alcanza esta edad y no tiene el hábito de leer, mmmm, difícil tirando a imposible. Así de sencillo.   

Si el muchacho o la chica están habituados a la lectura diaria, y ésta se convierte en una necesidad es mucho más fácil enseñarle técnicas de lectura rápida, de elaboración de resúmenes, de cuadros sinópticos, infografías y que sea una opción real para su proyecto de vida.

La academia escolar está enfocada en este momento en temas tecnológicos, proyectos y demás actividades, valga la pena decirlo, muy interesantes y atractivas. Pero como decía el señor de cuyo nombre no puedo acordarme, si no hay lectura, no hay nada.

En mis inolvidables años escolares y en los comienzos como docente, la enseñanza de la lengua castellana se hacía con seis horas semanales ¡seis! El maestro utilizaba la primera hora de la semana para lectura. Cómo cambian los tiempos, en ese entonces se exigía llevar el suplemento dominical de El Tiempo para esa actividad. Ahora si el maestro exige un libro o una simple fotocopia resulta regañado o demandado. La última hora de la semana se dedicaba a la redacción. Ahora –otra vez, cómo cambian los tiempos— la enseñanza del castellano se rebajó a tres horas y con el rancho ardiendo. Aunque usted no lo crea ha habido gente que piensa que a esa materia se le da una importancia exagerada, “al fin y al cabo aquí hablamos castellano”. Por eso en algunos colegios, vemos que la lectura se la encargan como relleno a profesores que tienen baja la carga académica. En la escuela no hay programas serios para incentivar la lectura: comprar un camionado de libros no es incentivar la lectura, es incentivar una actividad comercial. Libro que después de varios años siga oliendo a nuevo es un libro desperdiciado. Lo irónico es que cuando en las pruebas PISA nos pisan, todos voltead los ojos hacia el maestro. Así, ni modos.      

También era frecuente, en tiempos pasados, observar cómo en algunos colegios y escuelas al niño que llegaba tarde o que molestaba demasiado en clase lo remitían a la biblioteca y “póngase a leer algo”, es decir, la lectura como castigo. ¡Error! O el profesor que les obligaba a leer un libro y después lo sometía a un intenso interrogatorio como si estuviera rindiendo indagatoria en una inspección de policía. Otra vez, ¡error!

A propósito de la Feria Internacional del Libro en Sogamoso: en manos de padres de familia y maestros está convertir esta placentera y edificante actividad no en una obligación o una tortura sino en una verdadera alegría de leer. 

ADDENDA: Parece que la feria internacional del libro estuvo más floja que un bollo de mazorca. De libros pocón y de público para las conferencias menos que pocón. ¿Qué impresión se llevará un conferencista de talla internacional cuando llegan a su disertación menos de 20 personas? Fatal.

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